Comienza Florence Thomas su artículo Propuestas y cuestionamientos sobre un español más incluyente (El Tiempo, 22-12-2017) diciendo: “Hace unas décadas estábamos tan sumergidos en los asuntos de la guerra y la política que hubiera sido impensable una polémica como la que hoy tenemos”. Pregunto, ella al decir sumergidos, ¿se refiere a que solo los hombres estábamos pensando en guerra y política? A pesar del paupérrimo nivel en comprensión lectora en Colombia, creo que todos estamos de acuerdo en que se refería a hombres y mujeres en general.
El problema no está en el lenguaje como sostiene Florence Thomas y ya que la autora dice soportar sus argumentos desde la lingüística –aunque estrictamente cite como fuente indirectamente solo a una lingüista, Julia Kristeva–, y ya que hace un llamado a los y las lingüistas para apoyar su punto de vista, me veo autorizado a hacer algunas precisiones que se toman a la ligera y sin rigor académico en su artículo.
Dice la autora: “El lenguaje es una herramienta social propia de nuestra hominización que nos permite reflejar la realidad al mismo tiempo que la crea y la produce”. Este enunciado es un galimatías digno de Cantinflas. Es indudable que el lenguaje es un artefacto humano, sin embargo, Florence Thomas cae en la pueril idea de que el lenguaje crea y produce la realidad –seguramente influenciada por las teorías posmodernistas como lo muestra su mención de Althuser, Derrida y Foucault–, esto es sencillamente falso: el lenguaje no crea la realidad. El lenguaje describe el mundo, lo recrea, lo reproduce, pero no es más que una herramienta al servicio del hablante con todo lo que esto implica; como la misma autora reconoce es una herramienta de poder. Por consiguiente, muy a pesar de aquellos amantes de los juegos de palabras, que algo no se nombre no significa que no exista.
El único lenguaje capaz de crear algo es el divino, los mortales, hasta el momento, no hemos podido replicar esta cualidad con el nuestro, por lo tanto pensar que sólo existe lo que se nombra puede sonar atractivo para la producción creativa pero no es serio en una discusión seria y objetiva. Nadie podría decir que América se creó en 1942, ni que la gravedad no operaba antes de Newton; que en Europa no se supiera de este lado del mundo no significa que no existiera y las cosas se caían antes de que Newton sentara las leyes para explicar el fenómeno. Nombrar no crea realidades como pretenden hacernos creer, no obstante, sin entrar en discusiones sobre lo que es real, debemos decir que el lenguaje no puede crear realidades: que yo diga que tengo dinero en el banco no aumentará mi saldo, muy a mi pesar.
Ahora bien, supongamos que Florence Thomas, y sus fuentes parten de una lectura torpe e incompleta de la teoría de los Actos de Habla propuesta por Austin y desarrollada por Searle, que señala que en ciertos actos comunicativos decir algo puede cambiar el estado de las cosas, por ejemplo, el sacerdote al declarar marido y mujer a una pareja está cambiando el estado civil de esas personas, sin embargo, esto está lejos de ser un acto creativo, es un ritual formalizado e institucionalizado que solo es válido en ciertos ámbitos.
La lengua da cuenta de un proceso histórico e históricamente el hombre se ha impuesto de distintas formas –reales y simbólicas –, sobre la mujer, esto es indudable. Pero atreverse a decir que el lenguaje es machista es un exabrupto soso y sin fundamento.
Confunde Florence Thomas en su texto género gramatical con sexo y cree que la lengua se queda corta para representar esta realidad. No voy a caricaturizar esa propuesta de inclusión pues un presidente vecino ya lo hace muy bien, mas debo decir que la autora se equivoca. En su ejemplo se demuestra que el español puede asumir nuevas realidades como lo demuestra el hecho que ahora también existan mujeres alcalde cuyo femenino es alcaldesa, pero quienes defienden esta postura desconocen algo tan elemental como que en español, además de marcarse el femenino con el morfema -a (y otros), se marca también con el artículo determinado la, así, para saber si quien preside es de sexo masculino o femenino se define con el o la presidente; de la misma forma en que decimos el o la adolescente, simple. Decir presidenta, concejala, jueza no da cuenta de mi feminismo, así como decir la presidente, la concejal, o la juez no me hace machista.
Por otra parte, no hablaré de la economía lingüística puesto que ya otros autores se han fijado en el tema, no obstante debo señalar que ha sido superfluo, inocuo y mal fundamentado de lado y lado centrar la discusión en ese punto porque la economía o redundancia lingüística dependen más del contexto comunicativo en el cual se desarrolla la comunicación que en una normativa impuesta. Si alguien quiere hablar largo y pesado, como dice Florence Thomas, no me parecería un problema, me parecería que hace un discurso largo y pesado. Lo problemático, o más bien trivial, es creer que se construye democracia de esta forma. Cuando el eslogan dice “Bogotá para todos y todas”, tiene valor únicamente si la inclusión pregonada se traduce en hechos reales. La democracia, o lo que suponemos que es, no está en la frase zalamera y sonora, está en la participación política de los miembros de una sociedad. Porque, como dije más arriba: el lenguaje no construye la realidad, así como el #MeToo no soluciona el problema de violencia contra las mujeres, ni un like en Facebook le va a quitar el hambre a un niño en África, ni un retuit va a salvar a una ballena en el Antártico. Si fuera así a punta de trending topics estaríamos en el mundo feliz donde salvamos al planeta con caritas felices y pulgares arriba. Infortunadamente, muchos creen que sí, que se puede hacer una revolución con hashtags, precisamente porque están convencidos de que el lenguaje construye la realidad.
Sigue la autora culpando a la Real Academia de la Lengua Española por aceptar la introducción o aceptación de anglicismos y negando lo que ella llama la inclusión de la mujer; esto muestra un desconocimiento o una negación total de cómo funciona la lengua. Como si el uso o no de estas palabras dependieran de la RAE. Primero, el vocabulario se define por el uso de los hablantes y no se decreta de manera consciente, si ese fuera el caso escribiríamos (y diríamos) cederrón u órsay, en lugar de CD-Rom y fuera de lugar, y no podríamos comprar crispetas los domingos en la tarde, o algo bizarro sería valiente y no extraño como la mayoría cree, esto para no entrar en otros aspectos de funcionamiento del lenguaje. Segundo, ni el español ni el francés existen porque tienen una academia reguladora, de ser así no se explicaría cómo el inglés y muchas otras lenguas han sobrevivido tanto tiempo sin un órgano similar. Que existe una ideología detrás de la RAE, no hay duda y de hecho existen trabajos que lo demuestran (se asombrarían de cómo se definía marxismo en la época franquista), pero pensar que la RAE es guardián de un universo reservado para un Hombre que pretende sofocar y liquidar a la mujer es mostrar un infantilismo increíble; decir que la mujer desaparece “porque no existe todavía un código lingüístico capaz de reflejar esta dualidad genérica” insinúa una gran incapacidad de expresión y un desconocimiento del código lingüístico por parte de quien lo asevera, además, antes que reivindicar la lucha por la igualdad de la mujer, la caricaturiza y minimiza de una forma descarada, estereotipada e imperdonable.
Luego Florence Thomas se disculpa porque desvía el tema de lo que ella considera lingüístico a las relaciones de poder. Sin embargo, es aquí donde siempre ha estado su discurso y donde debería centrarse la discusión. No es un problema lingüístico como opiniones de lado y lado han intentado mostrar, es una cuestión de poder y, por consiguiente, político. Las relaciones desiguales entre hombres y mujeres –por no señalar otras–, que se ocultan en la cotidianidad, no se solucionan en el ámbito lingüístico sino en el político y discusiones como estas no hacen más que encubrir, desviar y banalizar el asunto. La lengua no cambiará estas relaciones, al contrario, cuando estas relaciones cambien seguramente se verán reflejadas en la lengua.
Algo que llama la atención es que en este juego de poderes la autora asuma, como víctima, el discurso del victimario, y entre a amenazar vedadamente a quienes no adopten su lenguaje incluyente, “si no nos nombran, no votaremos por ellos ni por ellas”; y premia con una carita feliz a quienes sí, “Hasta ahora, Sergio Fajardo lo está haciendo bien, y Clara López también”, por lo tanto van a votar por ellos. No importan las ideas o propuestas, el primer indicador es el lenguaje incluyente: ridículo.
Concluye la autora que “el lenguaje no puede seguir siendo masculino, ni siquiera neutro; el lenguaje debe ser sexuado como los y las que lo hablan”. Florence Thomas parte de una de esas premisas rimbombantes pero vacuas que agradan tanto a los postmodernistas. Decir que el lenguaje es masculino es no decir nada, es como decir que el universo es masculino, o que las matemáticas son masculinas, o que la gramática es masculina. Aparte de la simpleza del argumento no aporta nada a la discusión, porque el lenguaje no es moral, no es racista, no es machista, no es feminista. Nombrar mi sexo no tiene nada que ver con el lenguaje salvo que este es la herramienta que usamos para representarlo y reconocer el otro no depende del género gramatical que usemos para representarlo sino de factores que no son lingüísticos y que, como señalé antes, se desdibujan con discusiones inanes que ocultan las verdaderas causas de la exclusión social.
Finalmente, debemos decir que lo que Florence Thomas llama cuestionamientos sobre un español incluyente parte de unos argumentos académicos débiles y sosos desde lo lingüístico por lo expuesto y por la imperdonable confusión que hace entre lengua y lenguaje, y sus propuestas más que ideas creativas del uso de la lengua como herramienta de cambio político son un ultimátum poco constructivo. Si esos son los planteamientos para una propuesta de una lengua no discriminante, el machismo se puede sentir tranquilo porque la amenaza está lejos de ser real.