Lo que cada vez nos queda más claro es que la arrogancia - que muchas veces - mostramos se convierte en una mueca ante la menor sombra, ante el más diminutos rayo de luz. Voy a referirme a tres hechos que así lo reflejan:
En primer lugar, la muerte de John Jairo Velásquez, alias Popeye. Hay quienes se alegraron cuando se enteraron de que el otrora jefe de sicarios de Pablo Escobar tenía cáncer. ¿Acaso el cáncer sólo ataca a los “malos”? Esto para utilizar un término que poco me gusta. A estas alturas no creo en esa división tan simple de buenos y malos, y mucho menos en aquélla frase manida de que “los buenos somos más”. Si así fuera, ¿por qué estamos tan mal?
En segundo lugar me refiero a una noticia más reciente: la leucemia y el cáncer del terrible depredador y asesino de cientos de niños, Luis Alfredo Garavito. Los dos casos deberían servirnos para reconocer nuestra condición humana frágil. Los delincuentes mencionados creyeron estar por encima del bien y del mal. Se creían con el poder y el derecho de escoger a sus víctimas y decidir sobre su vida y su muerte. Esos monstruos que la misma sociedad creó, eran tan frágiles como el resto de los mortales y, quizá, no temo equivocarme, mucho más. Tanto que necesitan de la violencia para simular sus vacíos y debilidades.
Somos frágiles. Y si faltaran más ejemplos, allí está el del COVID -19, o coronavirus. Todos nos estremecemos ante la pandemia. Y todos es todo, incluso el sistema capitalista mundial mismo que se muestra a veces tan fuerte e invencible y que hoy se sume en una crisis cada vez mayor e irresoluble. Como decía T. S. Eliot asombrado: “nunca hubiera creído que la muerte deshiciera a tantos”.
Las tragedias, si las asumiéramos de manera inteligente, nos servirían para unirnos como sociedades, volvernos más humildes y solidarios, para reconocer que somos lo que somos gracias a los otros y por los otros, que ni el dinero ni el poder ni la violencia podrán ocultar por siempre nuestra fragilidad. Juntos los somos todo; solos, nada.