La luz más hermosa de todas salió del reactor nuclear de Chernóbil la noche del 26 de agosto de 1986. A los habitantes de Pripiat, la ciudad escogida por Leonidas Breznhev para poner en ella la central de energía nuclear que sostendría a las repúblicas soviéticas de Bielorrusia y Ucrania, les impactó que calor que irradiaba esa inmensa espada Jedi que se perdía en las nubes negras. Un viento cargado de pequeñas partículas de lo que parecía ser arena les golpeaba en el rostro. Ninguna de esas 50 mil personas sabía que estaban condenadas a la peor de las maldiciones. Los mayores de 50 años habían visto pasar por sus tierras los ejércitos de Hitler en la peor de las guerras que pudo padecer un pueblo. Creían que lo peor había pasado. Pero nadie estaba preparado para ver los cuerpos hincharse hasta reventarse, las vacas sacando de sus tetas un polvo blancuzco que alguna vez fue leche, las ratas muriendo en cada rescoldo de la ciudad y Moscú intentando ocultar a toda costa la verdad. Porque los grandes físicos soviéticos, el ingeniero ruso, jamás se equivocaba, por eso era imposible creer las versiones que afirmaban que era grafito hirviendo lo que estaba en el asfalto que rodeaba la central nuclear. El grafito recubría el núcleo. Si estaba en el suelo quiere decir que el reactor había explotado. Fueron los suecos los que vieron la nube radioactiva correr hacia Europa. Fueron los daneses quienes le advirtieron a los ucranianos de que una hecatombe nuclear, diez veces más devastadora que Hiroshima, se cernía como un buitre sobre ellos. Moscú y el inepto Gorbachov tenían claras intenciones de sacrificarlos en aras de que los secretos de la URSS no se ventilaran en el mundo. Aunque nada podría frenar la caída de la URSS.
Y se desintegra la Unión Soviética y aparece Putin, tan implacable como Stalin, tan monumental como el último de los Romanov, a recordarle a los ucranianos el peso histórico que deben cargar por estar tan cerca de Rusia, como en los años treinta el Homoldor, la medida agraria con la que Stalin condena a 12 millones de ucranianos a morir de hambre, como las mentiras con las que intentaron sacrificar a Ucrania en el desastre de Chernóbil, como Putin bombardeando como un tártaro borracho Kiev. Y uno no puede dejar de emocionarse ante la voluntad de ese pueblo, capaz de levantarse diez mil veces, capaz de regresar a Chernobil.
Se estima que el último curie radiactivo desaparecerá de la maltratada tierra de Ucrania hasta dentro de 40 mil años. Está comprobado que vivir ahí mata. Y sin embargo han regresado a Pripyat los que fueron evacuados el 27 de agosto de 1986 cuando el sol radiactivo mataba en el aire los pájaros que pasaban por la ciudad. Regresaron a vivir entre las ruinas y, ante el enemigo invisible, se hincaron de hombros y pasaron por encima eso de tener que beber agua envenenada, a ordeñar vacas tan contaminantes como inmensas pilas vivas. Asumieron el cáncer como una muerte natural. A ese lugar llegaron las tropas de Putin una vez cruzaron la frontera con Ucrania. Se impactaron con el inmenso monumento-coraza, con la que los rusos sepultaron –a medias- su podrido reactor nuclear. Pero los soldados rusos lo que no podían creer era que en Pripyat aún había vida, que ni siquiera ellos, con su bota nuclear, pudieron aplastar a los ucranianos. Por eso no entiendo a tantos amigos petristas en redes sociales tratando de justificar la invasión, viéndole la valentía a un matón como Putin, condenando las medidas contra Rusia con el pueril argumento que la OTAN ha matado a no sé cuantos civiles. Por supuesto que la existencia de la OTAN, que se creó para contener a la Unión Soviética, es un anacronismo después de la caída del Telón de Acero. Pero, ¿en serio les gusta Putin? ¿En serio los antimperialistas son pro-rusos? ¿En serio hay violencias buenas y violencias malas? ¿En serio el único medio con el que se alimentan sus mentes nauseabundas es un vertedero de basura como Russia Today?
Así me juzguen como un neonazi quiero gritar hoy ¡Viva Ucrania! ¿Vivan los pueblos libres del mundo!
Adenda: Esta columna va dedicada a Elisa Pastrana, editora de este espacio, ejemplo de templanza, de valentía y sabiduría. Gracias Elisa para seguir siendo el árbol que da sombra en el desierto, a pesar de las malas noticias.