Estas elecciones han sido la mejor radiografía de la situación en la que se encuentra el país y ha constituido un vistazo profundo a su alma y sus maneras de habitar el mundo. La primera vuelta, acompañada de memes, campañas negras y mucha especulación, sacó lo peor de muchos colombianos, esto es, su rabia y su incapacidad de escuchar al otro. Los resultados evidenciaron el triunfo del odio y del miedo, con una leve luz de esperanza sobre una ciudadanía libre y capaz de vencer la abstención, pero siempre con la presencia del voto como elemento para impedir o negar a otros y no para proponer con decisión lo nuevo. Y ahora, la segunda vuelta, revela la manera en que el país se ha volcado a votar en contra de alguien y no a favor de una propuesta y la aparición de una manifestación ciudadana legítima, simbólica pero recientemente criminalizada: el voto en blanco. Analizar esta situación permite, en consecuencia, tener un diagnóstico de nuestras rabias, libertades y esperanzas.
Empecemos entonces por la situación en la que nos encontramos. La contienda electoral, al menos en el plano de las redes sociales (nuevas protagonistas en este panorama), presenta antes que un diálogo entre ideas y argumentos, una batalla de insultos, memes y montajes. De ambos lados de la disputa aparecen cadenas en las que reina el miedo y donde el otro es el enemigo a evitar y el futuro resulta una especie de apocalipsis evitable solamente cuando se elige al héroe legendario por el que se debería depositar el voto. En este combate, la esencia de la discusión, es decir, las visiones de país de cada candidatura, se dejan de lado para entrar en el terreno de la campaña del temor y de una serie de exigencias morales en las que se abandera que se vota por Colombia, pero no por la Colombia que es de todos, sino por la nación que cada proyecto desea y que excluye al otro o al que piensa diferente. No hay espacio para debatir, sino que, por el contrario, la verdad de cada quien resulta la única y el candidato del otro lado deviene en demonio y sus seguidores en objetivo directo de insultos y persecución. Ambos lados se creen poseedores de la verdad absoluta y revelada.
Entre ese panorama y el anterior a la primera vuelta, hasta el momento, la única diferencia es que ahora solo hay dos puntos en conflicto, pero, en esencia, el clima de insultos y de cierto fanatismo, no ha cambiado. Las elecciones siguen sacando la capacidad del colombiano para ver a otro colombiano como su enemigo y a no entender que en la diferencia justamente está la riqueza de un país polifónico como el nuestro. Pero la cuestión se pone mucho más interesante y a la vez extraña con la aparición de un nuevo objeto de odio y criminalización: el voto en blanco. Una postura política y simbólica valida, que termina por ser reducida y perseguida, incluso en el marco de una serie de exigencias morales que, al revisarlas de cerca, parecen más la manifestación de un cierto sectarismo que un acto de respeto a las decisiones de los demás. El votante en blanco termina entonces convertido en mediocre, blando, bruto e incapaz y no es posible darle cabida a su posición, tan válida como la de los que siguen a alguno de los candidatos.
Es preciso entonces señalar que si bien se sabe que el voto en blanco no tiene efectos electorales directos en la segunda vuelta, en términos de que, incluso ganando, no va a cambiar la elección presidencial, también es cierto que se trata de la manifestación de la opinión de una porción de los ciudadanos que no han logrado conectarse con ninguna de las propuestas en contienda. No se trata, en consecuencia, de que sean enemigos de la patria, cómplices de la maldad, acólitos ocultos de algún candidato, irresponsables o incapaces, sino de ese grupo de personas que, en el ejercicio de su libertad, no están de acuerdo con la radicalidad de las dos apuestas, con sus visiones de país y con los elementos de sus programas.
Así, la idea nini, ni Duque ni Petro, no es una posición que manifieste darle la espalda al país, ni una especie de cobardía. Es la manifestación de una postura que se mantiene desde primera vuelta y que no negocia ni vende su esencia, que no cae en el juego de manipulaciones o intimidaciones en el que estamos y que mantiene quizá en una cierta valentía, la idea de pensar en otra idea de país en la que no aparezcan radicalismos ni odios, en la que se apueste por conjunciones y convergencias y que quizá no sea ni de una ala ni de otra, sino de convergencias, de estar juntos en la diferencia. Así, el voto en blanco es un símbolo, que recoge esa porción de ciudadanos en desacuerdo y que, en el marco de las problemáticas de nuestra democracia, logra representar quizá a tantos que se abstienen de tomar partido al representarlos, y decirle a los ganadores que una porción de la población no está de acuerdo. He ahí el poder del símbolo, de decir algo, de señalar una postura y hacerla visible. Y eso es también libertad.
Así mismo, y contrario a la postura de los seguidores de los contendientes, el voto en blanco, es también el escape de un ismo, ser libre de elegir, de escoger ideas, de tomar posición. Quienes votan en blanco, no lo hacen porque un excandidato lo haya dicho. El voto de cada quien es libre, incorruptible e incluso secreto. De hecho, si se analiza, grupos como los que siguieron a Fajardo, quizá no expresaban un Fajardismo, sino más bien se trata de personas heterogéneas, con tendencias políticas y expectativas de país diversas, gente que no sigue a nadie, que representa el otrora llamado voto de opinión y que, a diferencia de los seguidores de los ismos, no vota por quien le digan, sino por quien deseen y eso es tan respetable como la decisión de apoyar a uno u otro candidato. Así que también ya basta de señalar y culpar a excandidatos, porque sus seguidores no son borregos y en sus discursos no hay órdenes a sus seguidores (como si suelen hacerlo los partidos) sino más bien la expresión de lo que cada quien quiso hacer y que es una decisión individual y personal.
Ahora bien, el llamado de esta opinión no es una invitación a votar en blanco, antes de que preparen sus pulgares y sus teclados para ponerme en la mira o acusarme de cualquier cosa. Es un mero y simple análisis y a la vez una manera de solicitarles a los contendores a respetar a los demás, a dejar las sugerencias mal intencionadas y las acusaciones infundadas. Cada votante es libre y cada candidato tiene el poder de sus ideas para convocarlo, si no votan por él no es responsabilidad sino de sí mismo, sus seguidores y su capacidad argumentativa y discursiva, no de otros. Por favor, si se abandera la idea de políticas del amor y de la reconciliación desde cualquiera de las dos campañas, no es posible que en la práctica se contradiga con el señalamiento y persecución a los votantes. Si se quiere convencer a alguien por una opción política, se requiere del diálogo y la conversación, no de la amenaza ni del juicio moral, ni mucho menos de la ridiculización de su postura. Lo que exige este momento, antes que nada, es de respetar la decisión de cada quien y no caer en el matoneo, en una conducta donde pareciera contradictorio que alguien que dice de sí mismo que es pacifista pareciera amenazar de maneras terribles al otro por el hecho de no compartir su postura.
La invitación es entonces a que en estas elecciones, si estas pueden hacer algo aparte de definir una elección presidencial, nos alejemos de esas rabias y de esas trincheras en las que se han convertido las redes. Escuchémonos, respetémonos y construyamos desde las diferencias. Dejemos que cada quien vote desde su decisión, desde la lectura crítica de los programas de los candidatos y desde la conversación antes que desde la imposición o el miedo infundado. Respetemos el voto libre y aunque no agrade, respetemos a quien vota en blanco, a quien no se identifica con las ideas y que tiene todo el derecho de hacerlo. No olvidemos que en esta arena, todos, ante todo, somos colombianos y si algo hace bello a Colombia es que sea una tierra de diferencias y el reto más grande sea quizá abrazar a ese otro con el que no estoy de acuerdo y entenderlo, aunque no esté de acuerdo con él.