Pocos días nos separan de las elecciones presidenciales y el debate que se ha desatado respecto de las distintas candidaturas tiene como elemento común la equivocada creencia que sostiene que las diferencias que se han establecido entre las campañas y sus propuestas son antagónicas e insalvables.
Esto a raíz de la pueril animadversión que se ha suscitado entre los seguidores de uno u otro candidato, más que por el contenido político, económico o social que se pregona en los programas presidenciales que promueven.
Lo anterior debido a la personalidad y el carácter de los seguidores de Petro, Gutiérrez y Hernández, que a la sazón, son los únicos que tienen posibilidades ciertas de disputar la segunda vuelta, ya que el deslucido empeño proselitista de Fajardo lo ha dejado reducido a un puesto marginal y sus posibilidades son tan precarias como su discurso y sus apoyos, a su vez, las aspiraciones de Petro de resultar vencedor en la primera contienda anidan más en las fantasías lisérgicas de su variopinto séquito de seguidores que en el examen riguroso y serio de la realidad electoral.
La política exterior de los Estados Unidos, que hoy continúa siendo la mayor potencia económica, política y sobre todo militar del planeta, ha estado por completo ausente del debate entre los aspirantes a la presidencia en Colombia.
Esto es ciertamente significativo, pues este es sin ninguna duda el elemento más importante de la política en todo el continente, mucho más, cuando las contradicciones entre los bloques capitalistas hegemónicos orbitales han derivado en la guerra en Ucrania y cada día es más evidente que las contradicciones surgidas entre el eje China, Rusia e India en contra de Estados Unidos y la UE escalan de manera vertiginosa y preocupante desde lo económico y comercial a lo político y militar, incluso, al punto de hacer nuevamente posible la amenaza del uso de armas nucleares.
Estados Unidos, a pesar de continuar ejerciendo su hegemonía orbital y en especial en América Latina, hoy tiene muy serios problemas en materia económica, comercial y por supuesto militar, esto, agravado luego de la vergonzosa derrota y posterior salida de Afganistán y Siria, de su rotundo fracaso en Irak, y sobre todo por su incapacidad de contener el ascenso económico de China y la consolidación de Rusia como la segunda potencia militar en el mundo.
La izquierda en Colombia suele olvidar con facilidad este punto y lo desdeña centrándose en exacerbar los diversos matices de la política doméstica y caen en el entuerto de responsabilizar a Uribe Vélez y al uribismo como el culpable de todos los males que aquejan al país, incluso, como ocurrió hace un lustro, al respaldar de manera incondicional a Juan Manuel Santos y atribuirle toda laya de virtudes democráticas solo a expensas de su política de tramitar la derrota militar de las FARC mediante un acuerdo de paz.
Lo cierto es que la elite política y económica en Colombia, que, si bien experimenta una fractura en su seno, delimitada esencialmente entre la gran burguesía intermediaria y asociada al poder financiero, y, las elites regionales semifeudales y terratenientes, estas, comparten por entero su asociación de cuño al poder ejercido por la Casa Blanca y sus múltiples instituciones, políticas, económicas y militares, así pues, los programas de ajuste macroeconómico, la entronización de toda suerte de medidas neoliberales en todas las ramas de la actividad económica y en la administración del Estado, la fallida política antidrogas basada en la prohibición y la restricción punitiva de la demanda, la política de exenciones tributarias a los sectores extractivo y financiero, la destrucción de los renglones productivos nacionales para favorecer la importación de excedentes producidos en Estados Unidos y Europa mediante los TLC, la devaluación de la moneda y el exorbitante aumento de los precios de los alimentos, la reprimarización de la economía y la estructuración de unas fuerzas militares, armadas, entrenadas y financiadas por EE. UU., son todos elementos con los que el país sigue atado al control de los intereses geo estratégicos norteamericanos, y lo que resulta más paradójico, es que ello no ha sido ni siquiera mencionado por los candidatos que aspiran presidir el país.
Indudablemente, esto es deliberado, puesto que de tiempo atrás Gustavo Petro ha declarado en varias ocasiones que él es el mejor amigo del partido demócrata estadounidense, por tal, votó sin ningún pudor el TLC con los Estados Unidos y mantiene un carteo continuo con los alfiles demócratas más representativos del senado estadounidense.
La consecuencia más ostensible de ello es que en su programa de gobierno Petro no se aleja un ápice de la política económica neoliberal, no menciona la renegociación de los TLC, mantiene en líneas generales los aspectos medulares de la política de financiación de la deuda externa, no cuestiona los axiomas de disciplina y responsabilidad fiscal, mantiene intacta la regla fiscal y el régimen de regalías, continua con la inicua disposición de transferencias y en líneas gruesas sostiene los rasgos centrales de la política macroeconómica que el país ha implementado desde hace tres décadas.
Por eso tiene toda la razón el candidato cuando dice que él no se asume de izquierda, y que de izquierda tan solo son quienes ven en él una suerte de caudillo que les tramite de manera mágica sus anhelos y aspiraciones.
Entre el variado mosaico de agrupaciones que respaldan a Petro, se cuentan toda suerte de grupos políticos y movimientos sociales que en general tienen como característica común que han renunciado a la defensa de un programa político que aspire a la toma y dirección del poder del aparato del Estado, y lo han cambiado por la defensa de aspiraciones particulares y segmentadas, así se cuentan los derechos de las comunidades LGBTIQ, los derechos de los afrodescendientes, los pueblos indígenas, los desplazados, las víctimas de la violencia, los sindicatos entre otros muchos.
Esto ha hecho que el programa de Petro sea un pegue amorfo de todas estas reivindicaciones, sin que el mismo esté orientado a cuestionar la política neoliberal o la estructura macroeconómica impuesta por la financiación de la economía internacional en la que la dependencia de la deuda externa es su principal instrumento de chantaje para delinear los contornos del Estado y las políticas públicas.
No puede entonces esperarse que el eventual triunfo de Petro cambie la política macroeconómica, ni mucho menos que de tramite a todas las reivindicaciones de los grupos que le respaldan.
Por otro lado, la crisis del uribismo es también consecuencia directa de la injerencia desarrollada por los Estados Unidos en la política interna.
Es bien sabido que el proceso de acuerdo entre el Estado y las FARC fue una iniciativa del gobierno estadounidense, que dispuso todos los medios para facilitar la negociación, delegó un encargado para informar al departamento de Estado del proceso y financió una parte sustancial de los gastos de la mesa de negociaciones y de la implementación de lo pactado a través de su agencia de cooperación internacional.
Es claro también, que, en el lente de la política exterior norteamericana, el acento e interés se puso, por lo menos, desde la última administración Bush y la primera de Obama en atender las afugias de Medio Oriente, Rusia y China que en seguir usando recursos en atender un problema menor como las insurgencias en Colombia, por eso, a los estadounidenses les era más conveniente y barato financiar un acuerdo con las guerrillas para salvaguardar sus cuantiosas inversiones en sectores como la minería, el petróleo y los servicios financieros.
Este cambio, sin embargo, no fe advertido por el uribismo quien siguió anclado en su retórica antisubversiva y afincó sus esperanzas en la victoria eventual de Trump y que el presidente republicano, en su segundo mandato, les permitiese seguir con su política belicista.
Por esta razón el gobierno de Duque, de manera estúpida y burda, respaldó la campaña a la presidencia de Trump e intentó influir ridículamente en ella, con lo que consiguió granjearse la animadversión de los demócratas encabezados por Biden después de su victoria, y quien además solo le daría audiencia al deslucido presidente colombiano cuando las afugias de la guerra en Ucrania le hicieron volver a apuntalar su hegemonía en la región.
Lo que no deja de causar gracia es que al tiempo que Biden recibía a regañadientes a Duque en una oficina contigua al salón Oval, al tiempo, la Casa Blanca reestablecía contactos diplomáticos con el gobierno de Maduro para comprar crudo en Venezuela ante el cese de envíos desde Rusia luego del inicio de la invasión sobre Ucrania, hundiendo en el peor de los ridículos a Duque y al uribismo.
Por esto es que Petro tiene una posibilidad cierta de llegar a la presidencia, puesto que los Estados Unidos parecen haberle quitado el respaldo al uribismo al cambiar la estrategia de confrontación por la de negociación en la que un candidato como Federico Gutiérrez resulta cuando menos inapropiado, ello, sin mencionar adicionalmente que “Fico” carece no únicamente de mínimos en materia de acervo cultural y académico sino que su estilo desparpajado y su desconocimiento de la estructura y funcionamiento del Estado lo convierten en un pésimo candidato para quienes desde la elite pretenden enfrentarlo a Petro y su mucho mejor capacidad, conocimiento y habilidad política.
Solo basta decir de Sergio Fajardo, de otra parte, que su catadura neoliberal no pudo ser ocultada por su estrategia de emplear ese lenguaje cantinflesco y deslucido de conciliador de pueblo, para tratar de situarse en el medio y emerger como un contradictor de Petro, lo que le dejó tendido en la lona y solo arropado por el llanto lastimero de Jorge Robledo, quien piensa que Gustavo Petro es el peor enemigo del país, y ha llevado su odio personal contra este, al punto, de aliarse con los antiguos peones de Juan Manuel Santos para tratar de derrotarle, táctica que resultó ser tan infructuosa, como triste, su final político.
A su vez, Rodolfo Hernández afinca sus esperanzas en hacer campaña a partir de bravuconadas y desencajadas diatribas en contra de sus competidores, pero en su estructura programática no se aparta un ápice de los postulados uribistas, los que macera, con un impostado y muy risible discurso contra la corrupción, con todo, este pintoresco candidato parece puesto para hacer mella a la aspiración de Petro y sus conmilitones.
Ninguna fe se deposita entonces en la candidatura Petro, no solo por lo expuesto, sino porque la figura presidencial en Colombia está sujeta a estrictos límites que le impedirían de cierto a un candidato que lograse ser elegido primer mandatario, aplicar cambios significativos en la estructura económica y administrativa del país.
El título económico de la constitución política de 1991 es una talanquera para aplicar una política económica que se enfrente a los postulados del neoliberalismo.
La independencia del Banco de la Republica le impiden al primer mandatario controlar la política monetaria así como la emisión, el establecimiento del marco fiscal de mediano plazo, le impone al presidente sujetarse a los planes, programas y proyectos macroeconómicos diseñados por los organismos multilaterales de crédito, la definición de la política fiscal y cambiaria centrada en el DNP, el Min Hacienda, el CONPES, y la junta directiva del Banco de la República limitan la acción del presidente para implementar un cambio en la orientación macroeconómica del país.
Por esta razón el presidente es solo un administrador temporal de una estructura que está perfectamente diseñada para desarrollar estos postulados económicos, Gustavo Petro, no ha propuesto su cambio o transformación, por tal, su candidatura no arroja ninguna esperanza de cambio en este crucial asunto.
Si no existen opciones es válido no votar, el voto no es en modo alguno un acto obligatorio, mucho menos cuando se acude al chantaje de usar al uribismo como chivo expiatorio para respaldar una u otra campaña.
Además, porque la política macroeconómica neoliberal seguirá sin mayores sobresaltos, sea Petro o sea Fico el presidente. Reducir este debate al respaldo de medidas liberales o conservadoras y presentar las primeras como auténticas reivindicaciones de izquierda es a todas luces una deformación.
Colombia es un país premoderno y parroquial, y cualquier medida o política de garantía de libertades civiles individuales o colectivas siempre serán deseables y bienvenidas, pero presentar a un prohijador liberal como un líder de izquierda constituye la consumación de una falacia insostenible, puesto que Juan Manuel Santos, para mencionar un solo ejemplo, avaló toda suerte de medidas que ampliaban las libertades individuales, pero a su vez es el mayor representante del capital financiero estadounidense en Colombia, y fue responsable de los falsos positivos cuando ejerció como ministro de defensa de Uribe Vélez, no se olvida que las medidas neoliberales de sus mandatos fueron igual o incluso más reaccionarias que las de Uribe, Pastrana, Samper y Gaviria.
No pueden entonces chantajearnos con el sambenito del coco uribista si no se apoya a Gustavo Petro, mucho menos, pueden echar mano del ridículo argumento que estima que votar por Fajardo significa alejarse de los extremos, puesto que en materia económica todas las campañas, sin distingo, son más o menos iguales y en suma ninguna establece distancia de los Estados Unidos, del dogma neoliberal y de su inicua injerencia en la política colombiana.
Por todo esto, el domingo 29 de mayo y seguramente un mes más tarde no acudiré a las urnas, puesto que mi voto en medio de este panorama no hará mella de ninguna índole en la hegemonía estadounidense que hoy subsiste en Colombia.