Sobre las elecciones legislativas

Sobre las elecciones legislativas

"Los resultados para los que esperábamos un cambio no fueron del todo alentadores. Sin embargo, hay una fuerza que cada vez se hace más fuerte"

Por: José Eduardo Román
marzo 12, 2018
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Sobre las elecciones legislativas
Foto: EFE

Este once de marzo los colombianos tuvimos una nueva jornada electoral. La responsabilidad no era menor. Elegimos a los ciudadanos que tomarán las decisiones más importantes del país en los próximos cuatro años. Desde el Congreso se decide cuánto pagaremos de impuestos, cómo funcionará el sistema de seguridad social. En general, se crean normas con efectos generales que nos vinculan y nos afectan a todos.

Sin saber cuáles iban a ser los resultados, había algo seguro. Lo que estaría en contienda no era tanto la pugna entre diferentes ideas acerca del sentido de las decisiones en la futura creación de las leyes, sino el pulso que habría de enfrentar a corruptos con decentes (entiéndase decente en su más amplia expresión, no como alusión a un grupo político que se hace llamar de esta manera).

Es decir, la verdadera disputa se dio entre los que se niegan a aceptar que las cosas pueden cambiar y los que afirman de manera vehemente que las cosas pueden cambiar.

Al primer grupo pertenecen, en primer lugar, los corruptos. Los que compran el voto, o los que venden su voto, o los que buscan llegar al poder para pagar favores políticos. También los que votan buscando un beneficio estrictamente personal, como la obtención de un cargo.

También pertenecen a este grupo los indiferentes. Los que no votan, votan en blanco o votan mal, y actúan de esta manera porque tienen la idea, que es errónea, de que todos los políticos son corruptos y ningún cambio es posible. Y es errónea porque así la realidad nos lo ha demostrado ampliamente.

Hay políticos muy buenos en Colombia. Quizás sean pocos, pero los hay. De todos los partidos y de todas las ideologías posibles. Y así se los ha reconocido la opinión y la sociedad en general. Para dar ejemplos, y demostrar que existen, cito casos como el de Jorge Robledo, Marta Lucía Ramírez, Luis Fernando Velasco, Carlos Fernando Galán y Claudia López.

Los segundos son los decentes, los que creen que las cosas pueden hacerse de manera diferente. Y entre aquellos que buscan el cambio no busco hacer referencia a un grupo político o una ideología en particular. Me refiero, de manera genérica, a aquellos que creen que se puede gobernar de manera decente. Es decir, sin robar, sin pagar favores políticos. Donde prime el interés general por encima del particular. Ese sí sería un verdadero cambio político, en un país que se ha acostumbrado a ver cómo sus políticos se enriquecen a costa de los dineros públicos.

Ciertas decisiones pueden resultar políticamente desacertadas o incorrectas, y eso será algo que seguramente los electores castigarán con su voto. Lo que no se puede permitir en una democracia medianamente digna es que esas decisiones sean moralmente incorrectas, es decir, que sean motivadas por el interés personal y no por el interés colectivo.

En países con democracias sólidas como Alemania y Francia, es fundamental la noción del voto consciente. El ciudadano vota por un determinado partido o candidato porque cree fielmente que para el momento histórico y social en que se encuentra, ese partido o candidato tiene las ideas más apropiadas. Y para ello, para la formación del voto consciente, es fundamental los debates que tienen los candidatos, la opinión de los intelectuales y académicos, aquello que se debate en los llamados centros de pensamiento.

Surge un verdadero debate político tal y como lo pensaban los griegos, donde lo fundamental es la creación y crítica del discurso.

Pero en Colombia esa discusión sobre ideas y principios que deben regir el manejo de lo público poco o nada interesa. O puede interesar, pero es irrelevante. La regla general es que el elector toma una decisión porque recibió de antemano dinero, o porque recibirá un beneficio estrictamente personal, o porque le hicieron esa recomendación, y en el peor de los casos, ni vota.

Es por eso que nuestra democracia es aún imperfecta. La economía hace una clasificación entre países desarrollados y subdesarrollados según el nivel de desarrollo de sus respectivas economías. Siguiendo ese ejemplo, podría hablarse de democracias desarrolladas y subdesarrolladas. Una democracia desarrollada sería aquella en que la contienda electoral significa una lucha de ideas por demostrar cuál es la más apropiada. Mientras que en una democracia subdesarrollada la disputa se da entre moralidad e inmoralidad, entre decencia y corrupción. Nuestra democracia es, bajo esta perspectiva, una democracia perfectamente subdesarrollada.

Los resultados para los que esperábamos un cambio no fueron del todo alentadores. Sin embargo, hay una fuerza que cada vez se hace más fuerte, una oleada de personas que se niega a creer que estamos condenados a seguir por la senda de la pobreza, la corrupción y el fracaso. A esa oleada hacen parte las nuevas generaciones que crecieron sobre las ruinas de un conflicto interno cuyas causas les resultan hoy oscuras e inciertas. Pero, además, personas adultas que vieron un país desmoronarse a su país, pero que no han perdido ese faro salvador de la condición humana que se llama esperanza. Hoy más que nunca, y luego de estos resultados, no puede perderse.

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