Sobre “la traición de los intelectuales” y la campaña presidencial

Sobre “la traición de los intelectuales” y la campaña presidencial

Al finalizar la campaña presidencial algunos intelectuales del país fueron noticia por sus posturas políticas. ¿La tormenta pasará y volverán a sus oficios?

Por: Juan Guillermo Gómez García
julio 12, 2022
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Sobre “la traición de los intelectuales” y la campaña presidencial
Fotos: Archivo/Leonel Cordero

La agitada y aun exacerbada campaña presidencial, pero sobre todo la polarización que, en forma inevitable e insoslayable, se agudizó casi hasta el paroxismo colectivo en la segunda vuelta, removieron las aguas estancadas de una intelectualidad nacional cada vez más insustancial y distante de las realidades nacionales.

En el río revuelto de las opiniones a favor o en contra de los dos candidatos, Petro o Hernández, y tras un reconocimiento de su adhesión apostando a su ganador, la postura más controversial fue, sin duda, la de William Ospina.

El autor de “¿Dónde está la franja amarilla” (un semi ensayo errático que cayó en su momento como anillo al dedo en un mundo sin Muro de Berlín y una Constitución confusa) pareció estar atacado de un paludismo neuronal, muy representativo de esa capa de personajes públicos, conocidos o auto-reconocidos como “intelectuales”, que se atributen o se les atribuye (esta es la gracia) un poder directivo espiritual sobre una nación sin rumbo.

Recordó recientemente en alguna columna de “El Espectador” Cristian Garavito, el origen de la constelación de situaciones en que emerge el concepto de intelectual, entre el conocidísimo caso Dreyfus (final del siglo XIX francés) y el ascenso de la siniestra ola hitleriana, como una figura controversial que se hace digno y/o se degrada en el debate público.

Intelectual es, en efecto, no ya el clásico erudito u hombre de letras, el sabio universitario o pensador excelso sembrado entre su selecta biblioteca de clásicos y distinguido por sus iguales como un hombre de excepción (aquí lo simulaba anacrónicamente un Nicolás Gómez Dávila), sino más bien un agitador profesional en el mundo de la opinión pública, por su naturaleza en constante debate. Crítico, polémico, incómodo… Genialmente incómodos como fueron Sarmiento, Montalvo, González Prada, Mariátegui, Vargas Vila, Martínez Estrada, Marta Traba… entre cien más de nuestra tradición continental latinoamericana.

La mención del sociólogo Karl Mannheim en la columna comentada es más que oportuna, un necesario referente para ir situando a nuestros intelectuales criollos, también y no menos afectados por la barahúnda de acontecimientos nacionales, que reclaman y exigen un esclarecimiento “en tiempo real” de esto y aquello.

La diferencia entre los momentos críticos en que escribe el sociólogo de la cultura (discípulo de Max Weber) y hoy no se resuelve con decir que eso sucedió hace un siglo y en un lugar muy lejano.

La actualidad de la discusión sobre este fenómeno de resonancia universal salta a la vista: la violenta polarización del debate público que es también parte de la democratización compulsiva de la sociedad de masas y sobre todo de los medios diversificados con que hoy contamos para hacerla vida cotidiana, segunda piel de nuestra naturaleza como seres sociales en constante ánimo deliberativo. El peligro latente es comparativo.

Sucumbir al ocasionalismo del día a día que no nos permite discernir entre lo importante y lo sensacional, lo decisivo de lo pasajero; más aún, que no importa discernir, decantar, ni se precisa de ese ejercicio analítico-dialéctico. Conformismo aturdidor, al cabo.

El caso de William Ospina al adherirse sin pudor alguno al bufonesco autoritario Rodolfo Hernández, no es solo síntoma, sino a la vez funesta consecuencia de un intelectual sin intelectualidad activa. Nada que produzca asombro, como lo expresó en otra columna reciente de “El Espectador” la poetiza Piedad Bonnet.

El oportunismo es parte del intelectual, desde que se desvinculó de las instituciones que le eran propias: Estado, iglesia, ejército, universidad. Lo fue, en forma paradigmática, ya el romántico Friedrich Schlegel. Se hace vacilante, inquieto, sobresaltado. O muy acomodado, trepador.

El anterior paro puso a prueba a nuestra intelectual inane nacional. Fue la última de la fila. No solo no se le vio por allí, sino que no tuvo nada qué decir, nada qué protestar, nada qué controvertir seriamente. Mutis por el foro. Pero hay mucho por decir, controvertir, afirmar, soñar…. Poetizar.

Calló por conveniencia y estratégicamente, no se exhibió sencillamente porque la gente del Paro no da puestos, no estimula sus egos para mandarlos con pasajes y viáticos a las Ferias del Libro de Madrid, Guadalajara o Frankfort, por demás.  Dicho de manera técnica: estos novelistas no son hijos de sus obras literarias sino de la publicidad del mercado del libro de escala.

Los casos de Héctor Abad Faciolince (un autor otoñal hace al menos quince años) o de Salomón Kalmanovitz (investigador de una sola pieza: su referencial historia de la economía colombiana escrita en los tiempos de María Moñitos) son parte de ese espectáculo de sombras chinescas de una intelectualidad que palidece cuando sale a la calle en la agitación protestataria, oye hablar de socialismo (palabra desterrada de su mariano diccionario político de bolsillo), o sencillamente lee el programa de Petro-Francia para cambiar el país.

Da hasta hartera mencionar, así sea de paso, en esta traición de los intelectuales, los casos de Juan Gabriel Vásquez o Santiago Gamboa, que me ponen a bostezar y sobre todo amenaza su mención el sistema operativo de mi computador con un virus letal.

A mí, personalmente, me dan ganas de darles un coscorronazo en la testa (no como el que el dio el soberbio señorito Vargas Lleras a su guardaespaldas, como si nos encontráramos en su hacienda del siglo XVII), sino darles una sacudida de ideas nuevas para refrescar sus espíritus mustios. Ponerlos a leer y releer los Manuscritos del 44 de Marx, por ejemplo.

Pero ya no vale enmendar a estos crepusculares ídolos de barro. Hay una inmensa juventud ansiosa que nos enseña con su anhelo utópico (Mannheim habla de la juventud como “sentido de trascendencia”) y que estamos en el deber de enseñarles a su vez. Y no menos.

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