El lenguaje de la guerra ha devenido la regla frente a la pandemia: Colombia, un pueblo fuerte, capaz, testarudo, va a “vencer” a la pandemia. Los valores patrióticos doblegarán la amenaza externa del virus. Y quienes mueran en la lucha serán “héroes”. Por eso, ha aparecido la obligación del aplauso cada noche, y en algunos casos —y esto es muy diciente— acompañado por el himno nacional.
Ese lenguaje de guerra no solo es impropio, sino también peligroso. Para empezar, no hay victorias sobre un virus, no se trata de un enemigo al que haya que derrotar, no lo es ninguna enfermedad: el lenguaje de la lucha también se aplica al cáncer, con la consecuencia de que, si el cáncer es un enemigo, quien muere es quien no ha logrado vencer. El virus ni siquiera es un ser vivo (es material genético infeccioso), la “victoria” no depende de los valores de los habitantes, ni de su carácter o de su impulso vital. Dicho de otro modo, ni los himnos ni las banderas sirven para enfrentarse a una pandemia.
Ese intento de desnaturalizar la pandemia como tragedia, para entenderla como una épica, no solo es inocuo, sino que además suma dimensiones al riesgo ya existente. Al transformar al personal de atención en salud (no solo profesionales en medicina y enfermería, sino todas las personas que trabajan con ese fin común) en héroes, su condición de persona degenera en una paradoja [1]: es indispensable para esa “lucha”, pero al mismo tiempo su muerte es una parte esencial de su rol dentro de la narración de la pandemia. Ello por cuanto el héroe es, en esencia, sacrificable: el héroe debe morir para poder ser héroe, y en ese orden de ideas, las personas que atienden la pandemia, directa o indirectamente, son expuestos sin más a su muerte bajo la égida del heroísmo. Sus parientes y allegados no deberían entonces llorar su muerte, sino celebrarla, pues gracias a su muerte, el héroe o la heroína han logrado ser lo que el destino había predispuesto para él o para ella, sin mencionar los beneficios adicionales para toda la población.
La consecuencia es nefasta, y ya ha sido ensayada con los soldados y los policías en Colombia. Dado que han muerto en la “lucha”, no existe responsabilidad moral ni política por sus muertes, el único responsable es el destino fatídico, que de cualquier manera, terminaría por someter a sus víctimas, cualesquiera que fuesen las circunstancias. Bajo esta lógica, cuando el soldado muere en combate, cumple con su destino, se realiza a sí mismo como héroe y quienquiera que lo haya expuesto como carne de cañón ha quedado expiado. De igual manera, no es una cuestión de si al personal de salud se le paga o no su salario, de si ha sido o no contratado en debida forma, de si cuenta o no con material mínimo de bioprotección para enfrentar una pandemia, de si el presupuesto destinado a la investigación científica es o no una bagatela; de lo que se trata es de consumar el heroísmo, es decir, de justificar la muerte ex post facto con un lenguaje prefabricado sobre la nobleza del sacrificio personal.
Al momento de escribir esta columna, en las filas de los muertos se suman ya dos médicos: no son héroes, son víctimas, y no solo víctimas del virus, sino de la doble exposición que han adquirido cuando, sin voluntad, se sumaron a la narración de una lucha en la que se los arroja desarmados. Su muerte, no obstante, no es lamentada si no celebrada como heroica. Que hayan muerto demuestra que debían morir, y ese principio se extiende a cada persona que fallezca “luchando” contra la pandemia. Sus muertes no tendrán responsables. Sus voluntades coartadas serán celebrada como voluntades heroicas. Murieron, pero qué grandes fueron al enfrentarse, sin ayuda, a un enemigo tan poderoso, a un destino mayor que ellos.
En la economía del poder, en suma, es más rentable hacer libaciones y cantar la gloria inmarcesible de los héroes, que tomar las acciones necesarias para evitar que a las muertes del virus, se sumen las del dolo y las de la negligencia. Y por eso, llamar héroes a quienes son arrojados impunemente como chivos expiatorios o carne de cañón no es loable, sino ante todo perverso.
[1] La paradoja que el filósofo italiano, Giorgio Agamben, derivó de la noción romana antigua del homo sacer: un ser que por haber sido consagrado, sale del derecho humano, pero tampoco entra al derecho divino. La consecuencia es que no puede ser sacrificado ritualmente, pero puede ser asesinado impunemente por cualquier persona.