Hace poco me vi una película. En realidad, hace poco es en diciembre. A medida que uno se hace más viejo más rápido pasa el tiempo. Uno entiende que no era una hipérbole gardeliana eso de “y 20 años no es nada”. En fin, escribo desde la nostalgia así que me perdonarán las digresiones. En diciembre me vi una película, se llama Drunk, de Thomas Vinterberg, uno de los directores más viscerales que ha dado Dinamarca, la tierra de Dreyer. Entonces un grupo de profesores se embarca en un experimento: comprobar que con una cantidad mínima de alcohol en la sangre no sólo se puede ser funcional sino mejor persona. No voy a decir cómo termina el experimento. Véanla, no sean vagos. Desde este fin de semana está en cartelera nacional. Véanla un viernes. Les explicaré por qué.
Una de las mejores cosas que le puede pasar a uno después de ver una película es que esta lo influencie a uno, lo cambie. Si ven un viernes a las cinco de la tarde esta obra maestra la terminarán a las siete de la noche, la hora que es considerada la más feliz de estas semanas agobiantes del apocalipsis. Si la ven con amigos van a salir con la sed suficiente para hacer campeonatos de fondo blanco con vodka. Vinterberg hizo esta película durante el duelo que le significó perder a su hija. El trago fue lo único que le quitó la tristeza. Así que si existe una película para afrontar tiempos tan oscuros, es esta.
La borrachera ha sido un tema en la literatura. Malcom Lowry en Bajo el volcán, hizo la frase que alguna vez tomó como epígrafe Andrés Caicedo y que describe a la perfección a los alucinados: “con una mano escribo, con la otra me sostengo, Bukowsky hizo de la ingesta de cerveza frente al televisor una de las bellas artes, Hunter Thompson desayunaba con vodka y Rabelais, en pleno siglo XVI, llamaba a sus lectores “mis hermosos bebedores” antes de arrancar con esa novela que también es una orgía llamada Gargantúa y Pantagruel. Pero en el cine no existía la gran película sobre borrachos.
Barbet Schroeder naufragó con Barfly, su intento por llevar la vida de Bukowsky a la gran pantalla, a pesar de que el guion lo escribió el propio Bukowsky. Los pormenores de ese accidentado rodaje están en la mejor novela del escritor, Hollywood. Cuando yo era joven, por allá a finales de los noventa, nos estremecimos con Nicolas Cage y su impactante despecho de Leaving Las Vegas pero al final, al ver la decadencia del personaje principal, quedaba claro que tomar sobrellevaba un precio que, muchas veces, podría ser la muerte. Necesitábamos una elegía sobre el trago, sobre el placer de emborracharse, algo que hace el 75% de la humanidad al menos una vez por semana, y esto sólo lo consiguió Vinterberg.
Hitler era sobrio, así como Charles Manson y casi toda la lista de demonios que han poblado la tierra. Hay algo de agua bendita en el alcohol, algo que purifica. En el fin de los tiempos el consumo de alcohol se ha disparado. Es que es mejor esperar el apocalipsis ebrios de locura. Los viernes en la noche el sacrificio se realiza frente a una botella. El viernes en la noche, después de ver Drunk, beban hasta el fondo e invoquen a los dioses antiguos con los iluminados versos de Baudelaire:
Hay que estar siempre ebrio.
Todo se reduce a eso; es la única cuestión.
Para no sentir el horrible peso del Tiempo
que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo,
debéis embriagaros sin cesar.
Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca.
Pero embriagaos.
*Texto original publicado en el portal Rugidos Disidentes