Conozco el proceso creativo de Nadín Ospina, su interés por el ícono popular norteamericano, el conocimiento de la dimensión mágico religiosa de lo precolombino, la magia del chamán, sus apropiaciones de formas, el manejo de los espacios en sus instalaciones, su amor por el color. Como me gustó la presentación que Nadín hace de su obra que reúne trabajos desde 1981 hasta el 2013 y se expone en la nueva sede de la galería El Museo en Bogotá, le cedo la palabra.
La suerte es un suceso que ocurre por fuera del control personal, sin acuerdo con la voluntad propia, la intención o el resultado planificado.
Suerte también es la parte de un evento que implica cierta destreza, pericia, habilidad y maestría y que se presenta como un momento o situación crítica, muy difícil o decisiva.
En tauromaquia, por ejemplo, la suerte de espadas. En el circo la suerte de los cuchillos, en la magia, la suerte de las cartas o la suerte del escape.
Por más de treinta años he tenido la suerte de que el color acompañe mi experiencia como artista y toda una vida de encuentros, exploraciones y fantasía.
Una particular empatía, una sensibilidad especial, un diálogo permanente se ha establecido en esta travesía en la que el color ha sido un compañero, un retador, un motivo de inspiración, seducción y diálogo.
La suerte del color es ese momento decisivo en que el artista se enfrenta al lienzo en blanco, a la materia limpia de un objeto o al espacio para intervenirlo con un elemento cromático ya sea pintura, luz o cualquier tipo de sustancia o materia colorida.
El mágico mundo del color ("Walt Disney's The Wonderful World of Color") era el título de la canción que daba inicio a las series de Disney en la década de 1960. Más allá de esta referencia particular y cercana a mis afectos, que seguramente tuvo gran influencia en mí como niño, está el hecho de que el momento histórico que me toco vivir en mi juventud fue una etapa vibrante de la cultura popular con su cromatismo exacerbado, su desenfado y su rebeldía.
El cine, con su tecnicolor, los cómics y su policromía, el rock, la sicodelia, el jipismo y su moda, el diseño retro de la década de 1970, todo un banquete visual.
El color de los sueños, el color de los recuerdos, el color de mis casas, el color de mis jardines, de mis calles, de las gentes, de los países, el color de los viajes, de todos los “viajes”. Elementos de identidad, de cultura y de experiencia vivida siempre presentes.
En las primeras obras geométricas (1981), así como en las últimas de la series Oniria (2007-2012) y Resplandor, el color es representación de las memorias lúdicas de la infancia, del juguete, del objeto colorido, del recuerdo ensoñado y de la metáfora histórica.
En estas obras el color trasciende la pintura convencional y se convierte en elemento de intervención espacial. Los colores se convierten en referentes espaciales que crean un ambiente cargado de evocaciones.
En la serie Amazonía (1985-1989) el color era representación de atributos y cualidades geográficas, históricas y emocionales. Era un momento de inmersión total en la acción pictórica. El color del trópico, de la selva, del carnaval, del mercado popular. Pintura con un sentido expresivo que implicaba una intervención física intensa, como un combate cuerpo a cuerpo con el objeto. Una remembranza de la violencia, de la furia del clima y los elementos naturales, del erotismo y del paroxismo del ritual y la fiesta. Refiriéndose a la obra de este período el historiador Germán Rubiano argumenta: “ La producción de Ospina ha mezclado eficazmente la pintura con el arte tridimensional. En verdad, sus obras pueden verse como pinturas con soportes no convencionales – pinturas hechas, en la mayoría de los casos, de regados de muchos colores sobre una base monocroma- o como esculturas realizadas con lienzas y alambres, con papier maché y, en los últimos años con resina de poliéster, cuyas superficies aparecen recubiertas de colores vivos, salpicados y chorreados.”
… El color de mi obra tiene que ver con el trópico, con la furia de nuestro clima, con lo exuberante, con lo emotivo, con lo solar, hay una especie de lírica caótica en esas chorreaduras de color, de pronto como magma, de pronto como efusión seminal o como sangre que fluye tras la acción violenta.
En Santuario (1991-1993) el azul cobalto es el color de los sueños, el color de lo sacro, de lo ultra terrenal, de lo místico, del delirio.
En las piezas paródicas, como en El gran sueño americano (1992…), la serie en la que fusiono piezas precolombinas con personajes del cómic, y Colombialand (2004-2008), la obra sobre Lego y la violencia, el color tiene un sentido imitativo y una resonancia pop. Un factor fundamental de la simulación y la re figuración es copiar meticulosamente con un propósito de engaño el original sometido al ejercicio de la apropiación.
En fin, el color es para mí una herramienta de lenguaje, un dispositivo de comunicación y un elemento técnico de la simulación.
Mención especial merece toda la obra pictórica y gráfica en la cual el vehículo cromático (óleos, acrílicos, tintas) es manipulado con un sentido conceptual similar al de los elementos tridimensionales. Estas obras bidimensionales de carácter abiertamente realista tienen la impronta técnica del trampantojo clásico (trompe-l'œil) y se inscriben en el repertorio pop y sus colores vivaces.
En la serie El ojo del tigre, una extensa instalación multimedia basada en la influencia de Oriente, el color, la pintura, cumple un papel de registro. La citación del ojo, de la mirada, hace alusión a la manera en que el artista observa, capta su entorno, su realidad, su mundo, a la manera en que se apropia, recolecta, «caza» imágenes como un depredador visual. El color aquí es un vehículo de captura de esos objetos cargados, para mí, de sentido comunicativo, de historias, de intenciones, de sentidos.
En Oniria (2007-2012) la pintura sobre metal rememora el colorido de los soldaditos de plomo de los juguetes de una infancia no perdida, de un recuerdo persistente, ensoñado, insomne que se transforma en resistencia al olvido en indagación de la pervivencia de las imágenes en el tiempo. Un inventario de la memoria marcado por el color de los sueños, “He conservado además un afecto duradero y una admiración razonada por esta singular estatuaria, que, por su lustrosa limpieza, el brillo cegador de sus colores, la violencia en el gesto y la decisión en la forma, tan bien representa las ideas de la infancia sobre la belleza”. Baudelaire, Charles. Moral del juguete.
En Resplandor (2013) del bronce desnudo y bruñido saltan los reflejos de El Dorado. Una alegoría de la historia colonial, de la fantasía y de la infamia. Imágenes que nos recuerda la persistencia de la vileza como condición humana.