El pasado miércoles 2 de mayo terminó la versión 31 de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Alguien me decía que esta había sido la más extensa de sus ediciones. De hecho ese último día la afluencia de público fue menor que en las dos semanas anteriores, como si la mayoría de la gente hubiera estado convencida que la Feria había terminado el día antes, 1 de mayo.
Debo confesar que fue la primera vez en mi vida en que asistí a una Feria del Libro de Bogotá, o al menos a este tipo de ferias. En mis épocas de estudiante, las llamadas feria del libro tenían lugar en el parque de Santander, que se llenaba de expositores al aire libre, y a las cuales concurría uno sin pagar ninguna entrada. Eran eventos de naturaleza casi artesanal.
Ingresé a las Farc 31 años atrás, es decir cuando comenzaron a realizarse estas ferias. No pude por tanto asistir a ninguna de ellas. Según las circunstancias podía seguir por la radio, la televisión o la prensa escrita lo que sucedía. Los conversatorios de numerosas personalidades, los lanzamientos de las obras, incluso la publicidad de las editoriales.
En el alejamiento de la vida urbana y las restricciones que impone la clandestinidad en la selva, una Feria del Libro representa una de aquellas cosas que más lamenta uno haber perdido. Recuerdo que siempre me encantó entrar a las librerías, recorrer sus pasillos y buscar en sus anaqueles obras que despertaran lo suficiente mi atención como para adquirirlas y leerlas.
No me importaba que se me fueran horas en ello. Había libreros con los que se podía conversar acerca de autores y textos, personas que conocían mucho de literatos y temas culturales, con los cuales se podía intercambiar y deleitarse. Pocas sensaciones tan gratas como esa de llevarse dos o tres libros interesantes a casa con la tarea definida de leerlos cuanto antes.
Despertando incluso la curiosidad de los seres con quienes compartíamos la vida, para quienes muchas veces parecíamos individuos introvertidos que se encerraban a leer en el silencio de su alcoba, aislándose de la vida familiar y social que latía con intensidad fuera de esas paredes. El placer o incluso el vicio de la lectura no pertenecen propiamente a la mayoría de las personas.
Ahora, después de varias décadas, tenía por fin la oportunidad de ingresar a una Feria del Libro en la capital del país. Se habían requerido muchas cosas para hacerlo posible. De atenerse al encadenamiento existente entre los distintos sucesos, la relación sería infinita. Pero baste decir que la firma de los Acuerdos de La Habana fue la llave que nos permitió franquear la entrada.
Sí, palabras que pueden sonar extrañas en medio del ambiente de escepticismo y fatalidad que acompaña el espíritu de muchos. Oímos decir tantas veces que el proceso de paz se encuentra al borde del fracaso, si es que ya no se hunde lentamente en él, que los reiterados incumplimientos del Estado y la obsesión por destruirnos ha echado a perder algo tan importante, en fin.
Pregoneros del desastre pululan en cada rincón, el optimismo se convierte en objeto de burla, lo políticamente correcto al parecer coincide con el reconocimiento de que fuimos engañados y no queda otro camino que la desesperanza o la locura. En mi opinión todo eso no es más que el desconocimiento de que la historia no se hace en unos días o meses sino a lo largo de años.
La lucha de intereses es una constante, nada está definido de manera absoluta, lo que hoy parece imposible mañana puede ser objeto de celebración. Creo que lo importante realmente es persistir, nunca dejarse convencer de que obramos equivocadamente. No solamente ingresé por la entrada del Arco a la Feria del Libro de Bogotá, sino que allí se lanzaron mis libros al público.
Y no sólo los míos. La voz de las antiguas Farc penetraba con los personajes literarios de mis cuentos o novelas, pero también lo hacía con las crónicas de Martín Cruz Vega y sus poemas, con la instalación del stand de NC Producciones, con los cantos de Julián Conrado y Alejandra Téllez, con los relatos de vida de las mujeres guerrilleras, con la biblioteca cultural Alfonso Cano.
En cada evento de ellos el lleno estuvo a reventar, la emoción se reflejaba en el rostro de los asistentes. Hasta Santrich estuvo allí en la obra que se presentó de él. Mucha gente compró feliz nuestra producción. Ni una sola vez sufrimos un gesto de desprecio. En cambio podría decir que fueron muchas las manifestaciones de admiración y respeto.
Esto apenas comienza, pese a ser una larga lucha que viene de siglos. Estamos dentro, en la sociedad y el país, nuestra única tarea es crecer.