El que Disney, una de las empresas de industria cultural estadounidense más famosas, haya hecho una de sus películas tomando como tema a Colombia ha sido tomado en ciertos sectores como una suerte de deferencia especial. ¡Oh, Disney ha hecho una película para nosotros!
Y el asunto es, ciertamente, interesante. La crítica mediática ha hecho consideraciones acerca de si la versión en español es mala respecto de la versión en inglés; o si la interpretación de las voces en español es inferior a las voces en inglés; o si los actores que prestaron sus voces estuvieron a la altura del acontecimiento, etcétera.
Esas consideraciones son realmente baladíes. Se atienen a detalles nimios respecto de lo que implica esencialmente el hecho. Disney puede volverse canónico. Por ejemplo, la versión de Pinocho es tan famosa que casi hace olvidar la novela original de Carlo Collodi del siglo XIX. En la película Coco, que es como una interpretación estadounidense de la esencia de México, el tema fundamental fue la tradición del día de los muertos.
En el caso de Colombia no hubo tradición de la cual echar mano, porque Colombia no tiene una tradición de imaginarios y simbología que la unifique. Solo la violencia, pero la violencia no es ni imaginaria, ni simbólica, sino real. De forma interesante, la violencia aparece en la película como una sombra tutelar, una especie de fuerza obscura, siniestra, que determina el pseudoargumento general, que, por cierto, no tiene una narrativa propiamente dicha.
No hay una trama argumental. El tema de los dones hace de pretexto para desarrollar una trama espuria, ligada a una suerte de exitología mágica que, a su vez, depende de su siniestro detonante: la violencia rural contra el pequeño campesinado. Alguien que conozca la historia rural de Colombia del siglo XX y XXI puede pensar que Encanto es, pese a las apariencias, una burla contra el campesinado despojado sistemáticamente de sus tierras y expulsado a la frontera agraria, abandonado al garete de su propia suerte.
Pero la interpretación estadounidense de este drama nacional lo dora con el pseudoprincipio manido del amor y el encanto personal frente a la adversidad. Esta película de Disney podría tener esta siniestra moraleja: esa violencia es necesaria para que aflore tu encanto. Y exactamente, esta es la interpretación que encaja perfectamente con la visión oligárquica de la cuestión campesina en Colombia, expresada en cierta anécdota contada por Juan Camilo Restrepo por los días de la implementación de la ley de restitución de tierras: en una conversación en un encopetado club alguien, opuesto a la restitución, le dijo lo siguiente: “¡Qué importa! […] Déjelos otros diez años al pie de esos semáforos [a los campesinos que, expulsados de sus tierras, no tienen más cómo vivir su vida] y verá cómo la ciudad finalmente los absorbe y nos evitamos este esfuerzo de restituir tierras […]”.
Este interlocutor de Restrepo, en esa conversación, en ese encopetado club, es el oligarca precursor de la idea de esta película pomposa en la cual los campesinos expulsados de sus tierras, por virtud de la siniestra mano del mercenario y el esbirro, han de apelar a una magia que no está más que o bien en la literatura de García Márquez, o en la interpretación exitológica de cuño gringo que impregna todas las películas de Disney; mientras que la realidad efectiva bendice al patrón de los mercenarios obscuros: la realidad de la especulación con tierras, la realidad de la renta rural, la realidad de los negocios verdes, etcétera.