El orgullo engendra al tirano. El orgullo, cuando inútilmente ha llegado a acumular imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un abismo de males, del que no hay posibilidad de salir
Socrátes
Qué tristeza que una nación ande tras el deseo resentido de buscar un vengador que la sojuzgue y no un estadista que la administre.
Qué desgracia cuando un pueblo indisciplinado prefiere a un demagogo que la gobierne y no a un hombre prudente, veraz y con claridad en lo económico que la administre.
Este año 2022 es clave para la política en Colombia. Después de enfrentar una pandemia (de manera incoherente desde el poder ejecutivo y asombrosamente estúpida desde las acciones ejercidas por ciertos alcaldes o alcaldesas), un gobierno tibio en seguridad y economía, el país, que se vio afectado además por el famoso “comité del paro” y los “pelaos del corazón” (definición de los vándalos impuesta por doña Claudia López) de la primera línea, se encamina a unas elecciones donde el primer opcionado es un populista incompetente que carece de conocimientos administrativos, de capacidad económica pero que, según lo que uno escucha por ahí, le habla al “pueblo” desde el corazón, se viste como ellos (con ropa de marca y zapatos Ferragamo), les promete el paraíso en la tierra y se enfrenta, cual caballero andante de armadura y lanza, con los “mismos de siempre” (como él) y los “corruptos de siempre” (igual que él).
Nuestros pobres países latinoamericanos viven de caudillo en caudillo y de incompetente en incompetente; estamos muy lejos del desarrollo y siempre muy cerca del desastre. Cada vez que llega un proceso electoral la tempestad de mentiras, de agravios y de estupideces deja empapados a los ciudadanos que no reciben propuestas coherentes, ideas plausibles y discursos veraces. Caemos en manos de populistas que se “untan” de pueblo (solo en época electoral) y que tienen como único mérito la capacidad de insultar a sus oponentes para poder obtener el favor de las masas.
Entre mensajes de fácil digestión y poca sustancia enviados por Twitter, hasta las divertidas y emocionales participaciones en cualquier otra red social, los candidatos (de izquierda o derecha) se decantan por lugares comunes y frases de cajón tratando de atrapar la intención de voto de los individuos que siguen vagando por ciudades inseguras, que se debaten entre el desempleo y el subempleo, sufriendo de todo tipo de vejámenes por una burocracia pública y privada que les roba el tiempo y la paciencia, por un “pueblo” que, ya en las últimas etapas de la alienación, prefiere a un vengador que a un estadista.
Los discursos, nuevamente, son vagos y facilones; las propuestas son absurdas o faraónicas (dependiendo del auditorio), los insultos están a la orden del día, los candidatos o tienen poco brillo, o carecen de fervor popular o, como nuestro ilustre candidato, se ganan el favor de las masas apelando a la polarización, al revanchismo, a la mentira, a ilusionar con promesas de “cambio” a personas hastiadas de la incompetencia y mediocridad de los que están y que se ilusionan por los (incompetentes) que vienen, sin analizar propuestas y embobados por el discurso facilón de los futuros “padres de la patria”.
El demagogo se alegra, se regodea al observar que los políticos “tradicionales” no tienen el arraigo que él sí posee sobre los jóvenes, por ejemplo, que lo escuchan arengar contra los oligarcas que les han arrebatado su futuro; en fin, sobre los grupos de los diferentes estratos, ideas o “minorías” organizadas a las que les dirige la palabra milimétricamente adaptada a lo que desean escuchar (así les miente a todos segmentando adecuadamente la perorata insustancial).
El vengador (no enmascarado), el salvador de la patria o el líder bienaventurado y necesario se metamorfosea de acuerdo a su público, dice y se contradice, muestra los dientes en una sonrisa fingida al auditorio y aterra a los más cercanos amenazándolos con sacarlos del cotarro si lo contradicen. El vengador se disfraza de oveja, pero no oculta sus caninos filosos cuando alguien le intenta quitar el disfraz.
La gente prefiere al gritón de oficio, al encantador de serpientes, al histrión que igual abraza a la viejecita o que toma entre sus brazos al infante mientras los padres sonríen bobaliconamente, al que, cuál don Juan de Pacotilla, enamora con el verbo, ilusiona con el discurso y sabe, muy en el fondo, que su ambición por el poder es más grande que su capacidad para ejercerlo humildemente y con capacidad administrativa suficiente.
Así llegan al poder los Ortega, los Chávez, los Lula, los Boric y cualquier otro resentido (como don Gustavo Petro y su combo) que solo anhela colocar sus posaderas en la codiciada silla presidencial; son tipos cegados por el poder, por el odio de clases y por una sed insaciable de “justicia social” que, como ya la experiencia general desde la historia nos ha demostrado, no es para nada la base para sacar adelante a ninguna nación y, por el contrario, es el camino más expedito para la destrucción social, moral, cultural, política y económica de cualquier estado.