En estos tiempos de crisis, mil veces anunciada por la literatura, por el cine, por los expertos virólogos que fueron calificados de apocalípticos; se va produciendo, paulatinamente, casi imperceptiblemente, una especie de movimiento global de conciencia. Todo empezó como una noticia venida del otro lado del mundo. Algo que le ocurría a “otros”, y que no pasaba de ser uno de los ya trillados dramas de la televisión. (con el tiempo aprendimos a darle la misma respuesta emocional a una tragedia real o a la que ocurre en una película o telenovela). Luego, en muy poco tiempo, el asunto empezó a tornarse un poco complicado: China, Italia, España, empezaron a pagar su cuota de cuerpos a la naturaleza. Entonces ocurrió lo que no esperábamos. Un caso en Colombia, una joven estudiante que llegó al país el 26 de febrero de 2020 (registro la fecha completa porque representa una grieta histórica significativa).
A partir de ahí todo fue caos. Hoy, a menos de un mes desde ese fatídico 26 de febrero, ya el país cuenta con 378 casos (25 de marzo, 9.50 am.) y tres muertes confirmadas. Y el crecimiento exponencial del virus hará que esta cifra quede obsoleta en unas pocas horas.
Esta situación nos enfrentó con el escenario más impredecible e inesperado posible: Una pandemia (palabra que asociábamos generalmente con África, con medio oriente), se convirtió en una realidad diaria. Los pronósticos no son alentadores. Países como el nuestro, con una cultura de la indiferencia, con un sistema de salud débil, no puede garantizar la atención de los enfermos, ni la contención efectiva del avance del virus.
En este escenario, una cosa cobra importancia vital: La educación. El gobierno entero, las instituciones, los grandes personajes de la cultura (que no de la política) han concentrado todos sus esfuerzos en hacer llegar a las personas toda la información posible sobre el virus, y sobre las prácticas que permitirían (hipotéticamente) disminuir la curva de crecimiento viral. Se repite mil y mil veces, en todos los contextos, que es necesario aprender a actuar en relación con esta realidad: Lavarse las manos, reducir a cero el contacto social, la cuarentena (hasta una fecha que tiende a ser indefinida), la descontaminación con agentes derivados del alcohol (no aplica para el aguardiente y sus similares porque la concentración de alcohol no es suficientemente alta), y un nuevo aprendizaje: La vida en el aislamiento, la vida en soledad, o la vida en familia (esas personas con las cuales dejamos de compartir hace años).
Los maestros nos encontramos entonces frente a una extraña dicotomía: Educar desde la distancia, o simplemente silenciarnos mientras dura la cuarentena. Nosotros, acostumbrados al aula, al uso, a veces indolente, de la palabra, a la autoridad de la evaluación, a la posibilidad de la mirada, del tono de voz, del gesto adusto, nos quedamos de pronto sin nuestras más preciadas armas, sin el borrador y el marcador borrable, sin el quiz.
Las instituciones, por instrucciones del gobierno central, han orientado el uso de tecnologías para darle continuidad a los procesos educativos. Los estudiantes de colegios (particularmente de la educación pública) muchos sin acceso a un computador o internet, escuchan con tristeza la convocatoria a clases. Los docentes hemos tenido que hacer, a la fuerza tal vez, el aprendizaje de las herramientas para clases: Ambientes virtuales de aprendizaje como Moodle, o herramientas de video conferencia como Zoom, Meet o Jitsi, se han convertido en aliados en esta nueva experiencia de no perder la voz, de no perder ese espacio esencial que es encontrarnos cada día con nuestros estudiantes.
Muchos entendieron la educación remota como la incansable asignación de tareas sin interacción. Otros, como la oportunidad de trabajar menos. Para para la mayoría, esta situación se ha constituido en reto, en desafío. Aprender a desconfiar de nuestras propias certezas sobre la educación; aprender a seguir distantemente cerca. Este involuntario oxímoron no es más que el reflejo de la realidad. El Covid 19 nos muestra nuestra fragilidad, la fragilidad del sistema, la fragilidad incluso de nuestros saberes, cuando se nos enfrenta a una manera nueva de ponerlos en escena. Es quizá un ejemplo propicio de la entropía educativa, esa tendencia al caos, a la dispersión de los elementos, que debería llevarnos a un nuevo orden, a unas nuevas formas de comprensión de lo educativo.
Esta pandemia no tiene una pedagogía propia. Sin embargo, los maestros, a partir de la comprensión del contexto, tenemos el imperativo ético de continuar educando, no solo en la carpintería de la disciplina, sino en la condición humana, en la necesidad del respeto a las normas, en el respeto por el otro, en la comprensión de que, si cuidamos al otro, nos estamos cuidando nosotros mismos. No hay una didáctica sino miles, todas las formas que cada maestro tiene para hacer llegar su voz a los estudiantes, cada forma que tenemos también de escuchar, de dar la palabra. En estos momentos coyunturales, escuchar a nuestros estudiantes es también una forma esencial de educar.
No es pues el momento del silencio, es el momento de la conversación, del diálogo constructivo, de no perder el norte de nuestra labor. Hemos cerrado las aulas, no la educación. Esa es la invitación que nos hace la sociedad hoy, y que define, de alguna manera, nuestra naturaleza: Ser maestros.