Una de las fiestas que representa la tradición católica por excelencia es el carnaval. Las bacanales, cómo también se les suele denominar en honor al dios Dionisio o Baco, dios del vino y de las orgiásticas, tienen sus orígenes desde hace más de cinco mil años y fueron introducidas a América por los españoles y portugueses en el siglo XV. El Carnaval es el pacto consensuado entre los cánones ortodoxos y espirituales de la religión con el paganismo mundano. Es una licencia a la carne para que disfrute de cierto descontrol y desenfreno durante cuatro días de excesos de todo tipo. Excesos que se podrán enmendar el miércoles de ceniza con una marca en su frente que le hacen recordar a cada individuo que su paso por la tierra es transitorio y que jamás debe olvidar la sentencia de que polvo es y en polvo se convertirá. Aunque más de un feligrés se acerque con un “tufo sonoro” a tatuarse la cruz de cenizas.
Es entonces el carnaval, en su primera definición, una alianza entre lo sublime, espiritual con lo lujurioso y pagano de la carne. Pero tal definición no es el eje globalizante de esta fiesta. El carnaval va más allá de toda circunstancia festiva. Esto porque es en sí una actitud frente a la vida, una visión del mundo. “La vida es un carnaval”, nos decía Celia Cruz y así mismo el carnaval es la vida. Es decir, todo un sincretismo del ser humano con el mundo que representa.
En el evento dionisiaco se asumen máscaras, posturas, roles, destapes. Hay toda una inversión de la realidad y un retorno a la animalización primitiva. De allí que predominen representaciones que incluyan animales de todo tipo. En el carnaval el “cuerdo” se viste de loco, el hombre de mujer -y puede que le quede gustando, hay más de un caso que se conoce en Barranquilla-. La dama recatada, de la alta sociedad, aprovecha para ser una princesa meretriz en cualquier caseta de barrio. El carnaval es ganancia y perdida a la vez, es disfrute y sufrimiento. La vida le gana momentáneamente a la muerte como bien lo representa la danza del garabato, pero el sino trágico lo vive y encarna Joselito carnaval quien es acuchillado y muerto por sus propios excesos. En esa oscilación de vida y muerte se conjugan todas las manifestaciones culturales de este evento.
Así mismo, el carnaval es más serio de lo que uno puede pensar, conserva un sentido crítico mordaz. “La marimonda”, por ejemplo, mediante su expresión fálica le hace “pistola” a las vicisitudes de la existencia. Los orígenes mismos de este disfraz están ligados con la protesta. El carnaval se acaba, pero queda en la vida del que lo vivió, se va a la literatura, al artista, al cine, el carnaval sólo es para el que lo vive y por su puesto goza o como bien lo dijo el crítico Ruso Mijail Bajtín: “No se mira el carnaval y para ser más exactos, habría que decir que ni siquiera se lo representa sino que se lo vive, se está plegado a sus leyes mientras estas tienen curso”