Estimado señor Semmens:
Uno de los mayores misterios que me asaltaron cuando empecé a aprender el idioma inglés tiene que ver con el hecho de que el pronombre “Yo” en inglés se escribe “I” en mayúscula, lo que me llevó a concluir que como los angloparlantes jamás escriben “yo” en minúscula esto ha conllevado tristemente a que su ego sea tan grande que se crean los dueños del mundo. Y lo han sido. Tuvieron el imperio donde no se ponía el sol, hasta que conocieron a Gandhi. Un imperio creado a sangre y fuego en el que se daban el lujo de narcotraficar opio en la propia China. En el idioma inglés snob es una persona que trata de imitar a los ricos. Aclaro que a mi modo de ver ser rico no es pecado. Solo que en nuestro país cuando una persona levanta una fortuna como la de Pablo Escobar, corrompiendo una sociedad entera y a punta de cocaína, droga social que fabrican los ricos para otros ricos, cae irremediablemente en el pecado del esnobismo.
Sin embargo, hoy en día hay un esnobismo más perverso. El de quienes imitan lo que otros han hecho solo por aparentar en las redes sociales. Supongo que es pura cuestión de óptica, ciencia en la que era un experto un famoso físico inglés, Isaac Newton, puesto que lo que para unos es alimento para otros es desecho. Si no que lo digan las moscas que merodean el estiércol, como seguramente lo comprobó otro gran inglés, el naturalista Charles Darwin, quien observando las conductas animales se dio cuenta que a veces somos más animales que los propios animales.
Como le decía, es cuestión de óptica, porque aquel que fuera para la Reina Isabel I de Inglaterra el almirante de flota y caballero del imperio Sir Francis Drake, en España no era otro que el malandrín, ladrón, pirata, tratante de esclavos y despiadado Francisco Draque. Uno de los tantos que vino en barcos ingleses para saquear nuestras costas, como bien relata Gabriel García Márquez, premio Nobel de literatura en el 82 y antecesor en el Nobel de ese otro gran novelista inglés llamado William Golding. García Márquez, amigo de Graham Greene ese otro gran escritor inglés, narra que Drake había cañoneado Riohacha y la había saqueado buscando la riqueza de sus perlas. Suerte tuvo el pirata, pues al morir en medio de una batalla naval sus restos fueron dispuestos en el mar siendo esta su tumba. Muy cerca de Riohacha, señor Semmens, usted verá a los indígenas arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta que cuando se encuentran intercambian pequeñas porciones de hoja de coca a manera de saludo. No la huelen. La intercambian en señal de respeto.
Hay un respeto propio de los rituales de la necrofilia, como visitar las tumbas de los muertos. A algunos se les muestra respeto dejándoles besos, como al poeta inglés Oscar Wilde en el cementerio de Père Lachaise de París, lugar en el que los fanáticos del rockero Jim Morrison dejan botellas de whisky también como muestra de respeto. Si bien yo creo que visitar los muertos es una muestra de decencia hacia nuestros antepasados, creo también que sus rituales deben estar ajustados a un protocolo más acorde a las culturas inscritas en su contexto. Que lo digan los mexicanos que en noviembre celebran a sus muertos con tequila y calaveras de azúcar.
En Argentina, saquearon la tumba de Perón y le robaron al cadáver las manos. Señales confusas porque uno no sabe si eso fue respeto o mero vandalismo. Sin embargo, para quienes vimos la controvertida serie House of cards, una escena fundamental es la del personaje del presidente Frank Underwood, interpretado por Kevin Spacey, quien no tiene pudor en visitar la tumba de su padre y orinar sobre ella. Una acción que más de una de las miles de víctimas de Pablo Escobar y el narcotráfico se sentiría tentado a hacer sobre su tumba, de no ser porque aprendimos que con el tiempo hay que dejar a los muertos en paz bajo sus lápidas.
Para la muestra, recientemente descubrieron en su Inglaterra natal el enterramiento de Ricardo III, el último rey inglés muerto en batalla. Dicha tumba puso en los mapas de turismo al pueblecito de Leicester donde ahora está enterrado el que fuera el personaje tirano y sanguinario de Shakespeare, el gran bardo inglés. Cuando descubrieron sus restos bajo el pavimento de un parqueadero, York y Leicester reclamaron sus huesos. Ganaron estos últimos y le hicieron funerales de estado.
Todavía no conozco el pueblito de Colombia que reclame los restos de Escobar como suyos, pero ya va siendo hora de que los familiares del más famoso capo del narcotráfico y las autoridades de Medellín se pongan de acuerdo en algo. Por un lado, está el hecho de que debemos guardar la memoria histórica y por eso se crean los museos. Aquí, le cuento señor Semmens, que alguien propuso guardar en el Museo Nacional de Colombia el poncho que usaba el guerrillero Tirofijo de las Farc bajo una vitrina y no se pudo. Es comprensible porque aquí las heridas continúan abiertas. Muchas de las víctimas de los bombazos de Escobar y Tirofijo le dirían que ninguno de ellos fue, como algunos europeos maleducados creen, el Robin Hood de Colombia. Dicho forajido inglés, que también tiene su ruta turística, nos enseñó que la autoridad se puede irrespetar cuando atropella los derechos de los menos favorecidos. Como colofón a este párrafo, le cuento que nadie del grueso de la población sabe dónde está la tumba de Tirofijo, como tampoco se sabe dónde están las de Hitler y Osama Bin Laden. ¿Por qué? Saque usted por su propia cuenta las conclusiones.
A mí me gusta que los turistas nos visiten. Que beban nuestro café de las montañas del centro de Colombia, que se bañen en nuestras playas, que saboreen nuestras frutas y admiren nuestros paisajes, nuestra cultura y a su gente. También me gustaría tener la plata para viajar a Europa y visitar tanta tumba ilustre. La de Dante que no queda en su natal Florencia sino en un discreto mausoleo en Rávena. O la de Mozart en Viena que por su controvertido funeral algunos dicen que no existe. Pero quizás la más plausible de las visitas deba hacerla uno a las tumbas de los soldados desconocidos muertos en la segunda guerra mundial, la de los mártires sin nombre cuyos huesos reposan en las catacumbas romanas, o la de los judíos inocentes cremados en los campos de concentración nazi. Los europeos nos han enseñado a través de su turismo que Europa es una enorme tumba abierta.
En cambio tuvimos un cura que se metió a la guerrilla izquierdista del ELN. Se llamaba Camilo Torres Restrepo. Después de que un general del ejército mantuvo en secreto su lugar de entierro, para evitar las peregrinaciones de los izquierdistas o los vandalismos de los derechistas, su hermano prefirió cremar sus restos y disponer de ellos discretamente como bien corresponde a los humildes.
¿Cuánta tierra necesita un hombre? Se preguntaba Tolstoi en su memorable cuento titulado con la misma pregunta. En esta historia el final es concluyente. El ser humano no necesita de haciendas de miles de hectáreas para ostentar. Solo necesita de dos metros cuadrados donde poner sus huesos a reposar. Algunos no necesitan ni siquiera eso. Sus cuerpos son cremados y terminan siendo parte de la naturaleza en algún jardincito escondido, en un risco, una llanura o en mar. Cuenta la leyenda que el gran guitarrista inglés Keith Richards aspiró revuelta con cocaína los restos de su padre. Si de aspiraciones se trata, y por el puro negocio del turismo, se podría vender a los turistas en Medellín frasquitos réplicas con el engaño de que son las cenizas de Pablo Escobar, solo para ver quién las esnifa. Sería un gran negocio para levantar la economía de un país en el que la única droga que pueden ver los pobres es el acetaminofén que nos prescriben las EPS.