Sistema penal colombiano y sus incentivos para el delito

Sistema penal colombiano y sus incentivos para el delito

Las ventajas de ser criminal empiezan con la alta tasa de impunidad, que es del 99%, lo que implica que de cien delitos solo el 1% se sanciona efectivamente

Por: Fabio A. Castillo Gaona
octubre 25, 2018
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Sistema penal colombiano y sus incentivos para el delito
Foto: Pixabay

Imagino que un delincuente profesional, de esos que arman sus proyectos criminales con rigor de empresario, antes de dar inicio a su andar en la vida criminal, establece los costos, evalúa los riesgos y calcula los beneficios. Debe valorar cuánto dinero puede conseguir con la comisión de los delitos, cuánto debe invertir y qué riesgo existe de ser castigado por la justicia.

Las ventajas de ser criminal empiezan a salir a la luz cuando lee en cualquier periódico que la impunidad en Colombia es del 99% —dato suministrado por el propio Fiscal General de la Nación—, lo que significa que de cien delitos, solo 1% se sanciona efectivamente. Este grado de impunidad es ya por sí mismo muy estimulante.

A esta situación se suma otra ventaja y es la probabilidad de que él pueda escapar de este mínimo 1% a través de la comisión de más delitos, como por ejemplo, sobornando a diversas autoridades, falsificando documentos, amenazando o comprando eventuales testigos, entre otros. Si tiene una suerte muy mala y es capturado por “la justicia” cuenta adicionalmente con todas las otras ventajas y beneficios que les concede a los delincuentes el Código Penal, que representa algo así como una especie de almuerzo tipo buffet de donde, escoja lo que escoja, el delincuente sabe que saldrá bien librado.

El Código Penal fue expedido mediante la ley 599 de 2000 y, constituye, como otra inmensa cantidad de leyes colombianas, una oda de poesía jurídica. Está inspirado por loables fines y valores que no se cumplen. Mi convicción es que algunos aspectos generales de este código sirven de gasolina para el motor del delito, y comento en esta nota los que más me llaman la atención, sin ser experto en política criminal, sino un ciudadano que mastica sus pensamientos.

El primero de ellos es que en el artículo primero se dice que el Código Penal tiene como fundamento el respeto a la dignidad humana. No aclara la dignidad humana de quién: ¿del delincuente, en cuyo caso el sistema penal le presta un gran servicio, pues le garantiza que solo existe un 1% de ser sancionado? Si este es el caso, el nuestro es el Código Penal más exitoso del mundo, y el Congreso de la República debería crear una medalla para conmemorar este hecho. ¿La dignidad de la víctima del delito? En este caso, el sistema en un 99% de las veces es un fracaso, pues nada “restituye” más la dignidad de la víctima y de sus allegados que ver sancionada a la persona que los agredió en sus derechos a la vida, a la libertad o a la propiedad. Todos sentimos una especie de alivio moral cuando nos enteramos de que tal o cual delincuente fue condenado, y nos indignamos cuando los acartonados periodistas nos informan que algún criminal fue enviado a su casa a cumplir su condena, o fue dejado en libertad por cualquier tecnicismo legal —como sucedió hace poco con una banda cuyo oficio principal es robar bicicletas—. Si el artículo 1 del código se refiere a que el sistema penal trata con dignidad al delincuente, esto solo se ve en unos pocos casos, en una pequeñísima parte de ese 1% que es alcanzado por la justicia, y que son como delincuentes de trato privilegiado.

Pero este principio de dignidad también puede referirse a que el sistema contempla como sanción una pena que tiene funciones muy plausibles, como la prevención general y especial, la retribución justa, la reinserción social y la protección al condenado. La pena que establece el sistema está llamada a cumplir una tarea preventiva, consistente en disuadir tanto a la sociedad en general como al individuo de cometer delitos (art. 2); pero esta finalidad no se puede cumplir en un sistema que permite un 99% de impunidad: un sistema tan fallido no es capaz de disuadir ni al más tímido de los delincuentes. Por eso el código se convierte en un factor que estimula a la mente inclinada hacia el delito.

Otro regalo que el código penal brinda al delincuente está en el artículo 31, que expresa:

“Artículo 31. Concurso de conductas punibles. El que con una sola acción u omisión o con varias acciones u omisiones infrinja varias disposiciones de la ley penal o varias veces la misma disposición, quedará sometido a la que establezca la pena más grave según su naturaleza, aumentada hasta en otro tanto, sin que fuere superior a la suma aritmética de las que correspondan a las respectivas conductas punibles debidamente dosificadas cada una de ellas".

Trataré de traducir este galimatías, propio de la mente de abogados criollos. Si voy a McDonalds y pido cinco hamburguesas, de diversos tamaños y variedades, con diferentes carnes y aderezos, al momento de pagar no puedo decirle al cajero:

“Por favor…solo cóbreme el precio de la hamburguesa más cara, aumentado en otro tanto, sin que supere el valor de la suma aritmética de todas las hamburguesas, teniendo en cuenta todos y cada uno de los ingredientes que llevaba cada hamburguesa”.

Sería estúpido. El cajero pensaría que estoy loco, y procedería a cobrarme el valor completo de cinco hamburguesas. Simple. Pero eso que al cajero le suena estúpido en McDonalds es lo que se aplica al delincuente en nuestro sistema penal: sabe que si comete dos, tres, diez o veinte delitos, solo se le aplicará la pena más alta, aumentada en “otro tanto”.

Pensemos en un ejemplo práctico: a Alfredo Garavito no se le aplicaron todas y cada una de las penas por todos y cada uno de los más de cien delitos que cometió. No. Se le aplicó la pena por el delito más grave, aumentado en “otro tanto”. Con este método, puede uno llegar a pensar que la dignidad a que se refiere el Código Penal es la del delincuente, que parece más valorada por el sistema que la dignidad misma de los cientos de niños —y de sus allegados— que asesinó. Uno no puede evitar sentir que allí se cometió una injusticia. No dudo de que este criterio de dosimetría penal se torna en un incentivo perverso, pues tiene el efecto de que el delincuente no tenga ningún respeto por el sistema.

Otro ejemplo es la condena al exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons. Este ex servidor público fue acusado de incurrir al menos los siguientes delitos: concierto para delinquir, falsedad en documento público, falsedad en documento privado, peculado por apropiación, interés indebido en la celebración de contratos y celebración de contratos sin cumplimiento de requisitos legales. Seis delitos en total. Si cada delito contemplara una pena de 8 años —ya muy baja— y el sistema lo permitiera, su condena habría sido de 48 años. Esa sí sería una operación aritmética simple. En lugar de ello, la condena fue de 5 años y 4 meses. Se informa en los medios que el desfalco al estado, es decir, al dinero de todos los contribuyentes, provocado por la corruptela de este personaje asciende a más de 150.000 millones de pesos. Como la ley penal en Colombia no contempla ningún mecanismo de presión para hacer que los delincuentes restituyan al fisco la totalidad de los dineros robados, se especula que este ex servidor público podrá salir en libertad condicional en poco menos de tres años, tras de lo cual no tendrá que volver a trabajar, dado que podrá disfrutar del objeto de sus fechorías. El sistema penal premia al delincuente contra la administración pública: Primero lo absorbe, luego lo exprime y finalmente lo vomita, nadando en billetes. Y me pregunto: ¿Dónde queda la dignidad del pueblo cordobés? ¿Para dónde se fue el sentido de justicia de nuestra sociedad? ¿Este sistema penal ayuda en realidad a que seamos más dignos, una sociedad más digna, como aspira la carta?

Por eso entiendo las lágrimas del juez de San Andrés, que conoce actualmente del caso de corrupción política a cargo de funcionarios y contratistas de la gobernación de las Islas. Entiendo que llore de rabia, de tristeza, de indignación, quizás de saberse imposibilitado por carecer de herramientas legales para que los acusados, una vez en firme una eventual condena, terminen sus días detrás de las rejas, y para que no salgan a disfrutar ante los ojos de las personas honradas y trabajadoras de San Andrés de sus fortunas mal habidas. Según se informa, el desfalco que se investiga ronda los 120000 millones de pesos. ¿Dónde quedará la dignidad del pueblo sanandresano? ¿Dónde queda la dignidad de todos?

La convicción moral que profeso es que a mayor autoridad, mayor responsabilidad. Pienso que las penas y sanciones aplicables a quienes ostentan una responsabilidad en el aparato del estado —tan gigante, tan débil— o en la sociedad, deben ser más severas, más drásticas. También creo que es mucho más grave —en el caso de los delitos cometidos por “servidores públicos”— robar a muchos, como en el peculado, que robar a unos pocos; y que una cosa es que el desfalco lo cometa un congresista, un gobernante, un empresario o un juez, y otra muy distinta que lo cometa un ciudadano de a pie. La investidura conlleva responsabilidades. El mensaje ético que a mi juicio sustenta el Código Penal es que robarle al estado miles de millones de pesos y robarse una gallina son actos ontológica y moralmente iguales. Que asesinar un ser humano o doscientos son actos equiparables. Pero no son lo mismo, como no es lo mismo escribir esta nota que escribir Guerra y paz.

La catadura moral de quien esquilma a los contribuyentes puede ser la misma de quien, a modo de ejemplo, le roba a TransMilenio, usando el servicio sin pagar, pues ambas conductas son reprochables. Moralmente, el micro robo y el gran desfalco proviene de la misma raíz corrupta del alma. Pero el resultado dañino que produce cada acto difiere en intensidad y extensión. Y es aquí, en la base moral, donde creo que empieza a nacer la debilidad del sistema.

El mensaje ético implícito que debe inspirar un código penal es que tanto el ejercicio de la libertad como la asunción de la responsabilidad se inician desde el vértice de la pirámide social, ocupada significativamente por las personas que desempeñan funciones de servicio público o social. En otras palabras, las penas y sanciones deben ser más severas con aquellos que tienen mejor posición para comprender lo dañino de su comportamiento: las personas más educadas, más poderosas, aquellas que gozan de mayor autoridad en el conjunto de la sociedad, especialmente por aquellos delitos que afectan las esferas de actividad en que están llamados a ser irreprensibles, como la función pública —en todas sus modalidades—, la justicia, la actividad empresarial, etc.

Pero en el país hay voces que se oponen a establecer condenas más altas, con el argumento de que las mismas no son la solución del problema del delito, aunque las bajas tampoco han mostrado serlo.

Si bien la decisión de cometer un delito se urde en el universo más íntimo de las personas —lo que valoran en la vida, sus prioridades, su particular concepto del éxito o de la felicidad— con independencia de las consecuencias del mismo, los incentivos que establece objetivamente el sistema deben ser analizados.

Actualmente, y como instrumentos de política criminal, el sistema contempla toda clase de incentivos para que los delincuentes, una vez judicializados, colaboren con la justicia y sean favorecidos con penas más bajas (sentencia anticipada, subrogados penales, principio de oportunidad). A mí me parece que de estos incentivos, el principio de oportunidad (arts. 321 y ss. del Código de Procedimiento Penal), aplicado en un clima de impunidad alta y con penas bajas, aunque pueda lograr algo del resultado esperado, que es el desmantelamiento de organizaciones criminales, no logra el objetivo final más deseable de disuadir al individuo de cometer delitos.

El principio de oportunidad es una renuncia del estado a cumplir con su deber de perseguir el crimen, consistente en que un estado ineficiente en cumplir sus funciones toma la decisión de hacerse ayudar de los delincuentes que ha capturado —el 1%— para lograr la justiciabilidad de otros delincuentes. Al menos eso se deduce de algunas causales para aplicar el principio (me pregunto en este punto sobre la ética de un estado que se confabula y negocia con unos delincuentes para atrapar a otros). El principio no está hecho para acabar con el delito, sino para ahorrar esfuerzos en la investigación. Como no existe algo como una ética criminal, una vez que un delincuente es atrapado, se espera que ante una buena oferta de la Fiscalía —extinguir la acción penal—, no dudará en incriminar a sus cómplices o colaboradores. El resultado final es que el delito se recicla, pero no se elimina. ¿Por qué?

Porque si el principio de oportunidad concedido al imputado se traduce en una colaboración eficaz, los que resulten finalmente condenados tendrán penas muy bajas, que les permitirán salir pronto de prisión —cuando la condena no es domiciliaria— a disfrutar del producto de sus crímenes. El resultado es que el fiscal saca pecho, pero la delincuencia no se disminuye, ya que el incentivo perverso de impunidad alta y penas bajas subsiste.

El incentivo es un factor poderoso en la conducta de las personas. El incentivo para comprar el baloto es muy alto: la posibilidad de ser multimillonario, a cambio del precio relativamente bajo del billete. Eso lo convierte en uno de los juegos más vendidos, aunque la probabilidad de ganarlo es muy poca. El incentivo no sería tan alto si el premio mayor fuera de 50 millones, con más probabilidad de ganarlo. Si hay poca probabilidad de que un delincuente sea castigado, pero en caso de serlo su pena será muy severa, se desincentivará la comisión del delito.

El comprador del baloto se queda tranquilo con su billete; en realidad no aspira a ganárselo, aunque no excluye un extraordinario y poco probable golpe de suerte que lo hará millonario. Ahí está su incentivo, en un sueño. El riesgo de ganárselo es bajísimo, pero si la suerte le favorece, el premio será grande. El delincuente, por su parte, comete su fechoría en impunidad, y sabe que si es llevado ante las autoridades, por muy mala suerte, probablemente saldrá caminando en poco tiempo para su casa. Y ese es su incentivo. El riesgo de ser castigado es muy bajo, y en tal caso, la pena será también pequeña.

El juez de San Andrés sabe muy bien que si son encontrados responsables, los acusados de tres delitos contra la administración pública en la gobernación de las Islas no pasarán más de ocho años en la cárcel, pues a lo mejor podrán salir por libertad condicional. Las penas para esos delitos son bajas, y el sistema para imponerlas es muy benévolo. A los acusados poco les importará. Ese poco tiempo que podrían pasar encerrados es una molestia que se compensará con el dineral que se les acusa de haber robado. Además siempre existe la posibilidad de que un juez bondadoso les otorgue casa por cárcel.

Pero no sería lo mismo si supieran que el tiempo entre rejas es de 25 o 30 años. No sería lo mismo si el incentivo fuera distinto.

Creo que todos debemos llorar un poco con el juez.

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