En la novela Un Hombre, de la famosa y polémica periodista italiana Oriana Fallaci, se ponen en escena dos personajes en apariencia antagónicos pero complementarios en la práctica de la tortura durante la Dictadura de los Coroneles en la Grecia de 1967 a 1974.
El grotesco sargento encargado del suplicio físico al irreductible Alekos, retrata el funcionamiento brutal de una cara de la ignominiosa moneda. La otra, corresponde a los elegantes modales del oficial encargado de lastimar, impío, el alma del prisionero.
En las penitenciarías colombianas una pléyade de burócratas cumple, impunemente, a varios niveles y distintas intensidades, las mismas funciones, en el engranaje de tortura del perverso e integral sistema carcelario.
No de otra manera se le puede llamar a la exclusión, la discriminación y la vulneración de la dignidad humana en ese horroroso confinamiento. Extensión, por supuesto, del injusto sistema económico, político y social que gobierna.
La misma Corte Constitucional, desde la sentencia T-153 de 1998[1], caracterizó el hacinamiento en las cárceles como un estado de cosas inconstitucional, en razón a las graves deficiencias de los servicios públicos y asistenciales, el imperio de la violencia, la extorsión y la corrupción, y la carencia de oportunidades y medios para la resocialización de los reclusos en las cárceles colombianas.
Pese al mandato judicial de la más alta corte, no ha habido poder humano, divino, ni conciencia ética que se apiade de los cuerpos y la salud mental de las personas prisioneras.
Ni siquiera un reciente fallo de acción de tutela de una valiente juez —que se distingue de ese inefable engranaje—, que protegió los derechos fundamentales a la vida, a la salud y a la dignidad humana de la población privada de la libertad del establecimiento penitenciario y carcelario de Mediana Seguridad de Cali, ha logrado mover las conciencias de los responsables del desastre [2].
Siendo la crisis carcelaria un problema estructural producto de las inequidades sociales y de la errada política criminal, no por ello podemos absolver a la ligera al séquito de burócratas que, desde el presidente, pasando por la ministra de Justicia, el director del Inpec, del Uspec, los directores de las cárceles, hasta los mandos medios y bajos, están obligados a respetar y garantizar eficazmente los derechos humanos de los prisioneros.
Son ellos legal y éticamente responsables de las infamias cometidas y de hacer inviables esos proyectos vitales. También son responsables jurídicamente de los daños físicos y psíquicos padecidos por esta población por las condiciones deplorables en que se encuentran.
Especial atención merece la responsabilidad penal y disciplinaria de los alcaldes y gobernadores emanada del artículo 17 de la Ley 65 de 1993, que establece que “corresponde a los departamentos, municipios, áreas metropolitanas y al Distrito Capital de Santafé de Bogotá, la creación, fusión o supresión, dirección, organización, administración, sostenimiento y vigilancia de las cárceles para las personas detenidas preventivamente y condenadas por contravenciones que impliquen privación de la libertad, por orden de autoridad policiva”.
De allí que, teniendo obligaciones funcionales y presupuestales que deben incorporar a los planes de desarrollo previa aprobación de los concejos municipales y asambleas departamentales[3].
El dantesco retrato en blanco y negro muestra que los funcionarios administrativos coadyuvados por los jueces, fiscales y el consejo superior de la judicatura hacen parte de este sistema integral de tortura y engranaje del genocidio que se adelanta contra las personas privadas de la libertad en Colombia.
Los cínicos justificantes de la ilegalidad y la inhumanidad de tales funcionarios frente a una evidente y flagrante violación a los derechos humanos es sencillamente la convalidación del genocidio que se viene cometiendo contra esta minoría poblacional.
Desde el inicio de la declaratoria de la emergencia por la pandemia de la COVID-19, familiares y defensores de derechos humanos, adelantaron solicitudes, acciones administrativas, judiciales y políticas ante tales autoridades para que se adoptaran medidas preventivas y se evitara la propagación y el contagio del virus dado el alarmante nivel de hacinamiento de más del 50% en las cárceles del país y que en la cárcel de Villahermosa de Cali, llega a más del 300% , pues su cupo es para 2000 internos y actualmente tiene confinados a 6000.
La evidencia científica y las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) advertían de la fácil propagación del virus en sitios confinados como las cárceles. Pero el Estado a través de sus funcionarios no hicieron nada eficaz. De acuerdo con el Informativo No. 2 de agosto de 2020 del Movimiento Nacional Carcelario, advirtiendo un subregistro, afirma que actualmente hay 3477 internos contagiados de COVID-19 y 24 fallecidos por dicha causa [4].
Las acciones y omisiones de tales funcionarios están comprometiendo la responsabilidad del Estado en el orden interno vía la jurisdicción contenciosa administrativa por los perjuicios ocasionados a los internos.
También están comprometiendo la responsabilidad internacional del Estado en el marco del derecho internacional de los derechos humanos, ante los órganos de justicia competentes.
Recordemos, como lo sostiene el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Eugenio Raúl Zaffaroni que, en las actuales condiciones de hacinamiento de las cárceles en América Latina, los prisioneros se encuentran ante una privación ilícita de sus libertades y que "nos encontramos ante una nueva forma de crímenes de lesa humanidad" [5].
Lo de menos es que estos funcionarios luego tengan que responder con su propio peculio el dinero pagado del erario público por los perjuicios causados por su acción y omisión.
Lo verdaderamente importante es que paren el genocidio.
[1] “De esta situación se desprende una flagrante violación a un abanico de derechos fundamentales de los internos en los centros penitenciarios colombianos, tales como la dignidad, la vida e integridad personal, los derechos a la familia, a la salud, al trabajo y a la presunción de inocencia, etc. Durante muchos años, la sociedad y el Estado se han cruzado de brazos frente a esta situación, observando con indiferencia la tragedia diaria de las cárceles, a pesar de que ella representaba día a día la transgresión de la Constitución y de las leyes. Las circunstancias en las que transcurre la vida en las cárceles exigen una pronta solución. En realidad, el problema carcelario representa no solo un delicado asunto de orden público, como se percibe actualmente, sino una situación de extrema gravedad social que no puede dejarse desatendida. Pero el remedio de los males que azotan al sistema penitenciario no está únicamente en las manos del Inpec o del Ministerio de Justicia. Por eso, la corte tiene que pasar a requerir a distintas ramas y órganos del poder público para que tomen las medidas adecuadas en dirección a la solución de este problema”.
[2] Fallo de Acción de Tutela 064 de 23 de junio de 2020, radicado 2020-00078, demandante Nubia Cecilia Perdomo Rangel, Juzgado 9 Administrativo del Circuito de Cali.
[3] Art. 17 de la Ley 65 de 1993[3], “En los presupuestos municipales y departamentales, se incluirán las partidas necesarias para los gastos de sus cárceles, como pagos de empleados, raciones de presos, vigilancia de los mismos, gastos de remisiones y viáticos, materiales y suministros, compra de equipos y demás servicios. los gobernadores y alcaldes respectivamente, se abstendrán de aprobar o sancionar según el caso, los presupuestos departamentales y municipales que no llenen los requisitos señalados en este artículo”.
[4] Informativo No. 2 de agosto de 2020 del Movimiento Nacional Carcelario.
[5] Zaffaroni: "La superpoblación en las cárceles se puede convertir en una bomba virósica"