La procesión va por dentro. Nadie o muy pocos saben de los sufrimientos mentales, de las angustias, de la agonía que viven muchos niños, adolescentes y jóvenes adultos que pueden convertirse en enfermedades mentales con devastadoras consecuencias en su vida posterior.
Hablar de salud mental sigue siendo un tabú. Apartarse de la “normalidad” equivale, para muchos a pertenecer al mundo de los locos, de los manicomios con sus camisas de fuerza y los tratamientos de choques eléctricos, así muchos de tales jueces sean, ellos mismos, susceptibles de sufrir alguna enfermedad mental y aparenten tal normalidad. Tales prejuicios ocultan, por una parte, que los peligros al bienestar mental acechan a toda la población, independiente de la condición social y económica; por otra, que gran parte de los afectados por enfermedades mentales pueden recuperarse y vivir una vida plena. Siempre y cuando reciban el apoyo de la sociedad. Lo cual comienza por el reconocimiento de la problemática.
Son muchos los tipos de trastornos mentales que la OMS reconoce como tales, con las más variadas mezclas de cambios en la percepción, el pensamiento, las emociones, la manera como se reacciona hacia los demás, incluyendo depresión, trastorno depresivo bipolar, esquizofrenia, entre otros. Un rasgo común: la agonía de quienes, por una u otra razón, los padecen.
La ausencia de sentido de la vida, las carencias y las situaciones derivadas de situaciones de conflicto, la violencia familiar hacen del suicidio de niños y jóvenes una problemática que ataca a pobres y ricos.
Escuchar, al director de medicina legal informando
del suicidio de niños menores de 6 años o conocer de los 156 jóvenes entre 10 y 14
que se han suicidado durante el 2018, obliga a la reflexión
Una sociedad indiferente se despierta, momentáneamente, cuando ocurren tragedias que llaman la atención de los medios de comunicación. Una de ellas, la del suicidio de un joven de 17 años que se lanzó hace un par de semanas de la torre Colpatria en Bogotá. Lo había anunciado en una red social: “…estoy a punto de hacer algo que para muchos es un tabú y es terrible: voy a suicidarme…”. O, la espantosa de Sergio Urrego, hace cuatro años, víctima del bullying homofóbico en el colegio. Escuchar, hace algunos meses al director de medicina legal informando del suicidio de niños menores de 6 años o conocer de los 156 jóvenes colombianos entre 10 y 14 años que se han suicidado durante el 2018, nos obliga a la reflexión.
Que, según la OMS, el suicidio sea la segunda causa de defunción en el mundo para el grupo etáreo entre 15 y 29 años debería prender las alarmas. Que en Colombia hay también un correlato entre suicidio y conflicto armado.
Tristemente, no hay que suicidarse y, por tanto, no ser objeto de noticias de la crónica roja, para vivir en el mundo del dolor anónimo, que pocos o nadie perciben, de niños y jóvenes en su vida diaria y que, sin ayuda, podría configurar algún tipo de enfermedad mental.
El sistema de salud en Colombia ha dado pasos de gigante en la prevención de enfermedades que con acceso universal a vacunas, como la tuberculosis, la poliomielitis, la tos ferina, el tétanos, entre otras. Sin embargo, estamos en pañales en materia de prevención y tratamiento de los trastornos mentales.
Es un tema complejo. Solo dos ideas que requieren desarrollo: En primer lugar, a los adolescentes y jóvenes adultos que atraviesan problemas que podrían caber dentro de las dolencias mentales, hay que enviarles un claro mensaje: que, sean los síntomas que puedan padecer, por dolorosos e insoportables, por negros que parezcan presente y futuro, por llamativa que pueda parecer la idea de desaparecer, deben comprender que a la gente común y corriente, como ellos, les puede ocurrir. Que nadie está exento, que lo pueden superar con paciencia y apoyo. Que no vacilen en pedir ayuda.
Segundo, a los padres, al entorno familiar y a los maestros: deben estar alerta frente a las señales que dan los niños, que pueden ser víctimas de dolencias mentales a partir de su sensación de aislamiento, del bullying, de malos resultados en el colegio, de la violencia intrafamiliar. Suena a cliché: alerta con amor.
Lamentablemente, la incomunicación se acrecienta con el mal uso de las tecnologías digitales que, en vez de herramientas poderosas pedagógicas, se pueden convertir en el medio que utilizan los padres para deshacerse de la atención a sus hijos que, de paso, terminan confiando más en sus redes.
Para terminar: el mundo y Colombia están llenos de líderes con graves trastornos mentales y que no son conscientes de ello. Abundan en la política y en el mundo del trabajo y no son, propiamente, promotores de convivencia y respeto por los demás. Quizás un chequeo les caerá bien.