Si usted vive en Sincelejo, de seguro tiene la impresión que cada vez se hace más difícil transitar por algunas calles de la ciudad, sobre todo en algunas zonas donde el caos vehicular (por citar un ejemplo) y otras situaciones desesperan a cualquiera. Uno entiende que en las grandes ciudades durante las llamadas “horas pico” el tráfico, por ejemplo, se torne lento y hasta pesado; pero en Sincelejo, una ciudad pequeña y tranquila por naturaleza, no termina uno de comprender por qué salir a cualquier parte, a pie o en carro, se ha convertido en toda una hazaña.
Los comentarios al respecto son permanentes. La gente se queja a todo momento, y como si no se pudiera hacer nada termina uno con la impresión que la situación ya hace parte de la vida cotidiana y de la historia de esta tierra que para muchos, aún no deja de ser “el pueblo sabroso y acogedor” donde el sol se pavonea de mañana y la brisa de tarde.
La falta de un esquema de señalización adecuado que responda a las exigencias de transeúntes y vehículos de todo tipo; el mal o perverso estado de las vías que no brindan una seguridad necesaria; la falta de un equipo de agentes de tránsito que se conviertan en “nuestros amigos” sobre todo con la capacidad de prevenir educativamente cualquier tipo de eventualidad; un insuficiente sistema de semaforización que poco contribuye a una movilidad razonable y respetuosa; una estructura urbanística en términos de calles y andenes inversamente proporcional con el crecimiento poblacional y arquitectónico de la ciudad; los pocos niveles de cultura ciudadana que demostramos propios y extraños, en especial cuando debemos poner en práctica la paciencia y tolerancia; la invasión de los espacios públicos por parte del empleo informal e ilegal; y sobre todo el gran fenómeno (poco estudiado aún) del mototaxismo que ha invadido la ciudad de una manera tal que es imposible pensarla sin darle su puesto en la reflexión; todos estos elementos se configuran como el condimento perfecto de un plato fuerte que a diario se prepara con el objetivo de hacer de cada ciudadano una bomba de tiempo.
De ahí que no sea casualidad encontrar en cualquier esquina algún altercado entre dos o más personas que discuten o alegan por cualquier situación que fácilmente pudo evitarse; o encontrarse de frente con accidentes donde casi siempre hay lesionados graves, cuando no muertos; o ver cómo el carro o la moto día a día se van desgastando por los innumerables huecos con los que tienen que lidiar; o quién de nosotros no ha querido mandar al carajo a los mototaxistas que andan por toda la ciudad sin control alguno y poniendo en riesgo la vida propia y ajena; en fin, la situación es compleja en su totalidad, como complejo es cada caso en particular.
No hay duda que la situación requiere de una mirada detenida y unos análisis más serios y profundos por parte de quienes piensan y están llamados a administrar la ciudad para hacer de ella “un excelente vividero”; y aunque se reconocen los intentos por implementar acciones que contribuyen al mejoramiento de la realidad, tristemente ésta es más grande que las soluciones.
La ciudad está creciendo; nuevas inversiones están llegando a ella; los centros comerciales se renuevan, y se esperan otros nuevos para ofrecer empleo y nuevas oportunidades; modernas estructuras físicas se vislumbran; almacenes de cadena construyen sus propios locales y le dan un rostro más fresco a la ciudad; el negocio de la propiedad raíz está adquiriendo dimensiones insospechadas; sin embargo, como suele suceder con la moneda, una cara nunca es igual a la otra. El eterno problema entre “humanismo y modernismo” se hace presente también en estas tierras en donde algunos aún siguen pensando que lo más importante es el fandango, una corraleja de toros, un suculento mote de queso o una poderosa banda de viento. Mientras en las calles adolecemos de una mentalidad más humana, válgase decir libertad, orden y fraternidad con los consecuentes valores que de allí se desprenden; por otro lado, la ciudad pretende no quedarse atrás en relación a otras ciudades que se renuevan, que se actualizan para ser más coherentes con el mundo globalizado, permitiendo que nuevas edificaciones se construyan como signo de un nuevo orden que hemos de celebrar todos juntos.
Así, por ejemplo, hemos visto como en una de las esquinas más transitadas de la ciudad se construyó el nuevo almacén de una reconocida marca de muebles en la región; su estructura es imponente y nadie niega que dio al sector un nuevo aire; sin embargo, tampoco podemos negar que justo allí, en esa misma esquina, sucede lo que uno no se imagina: gente mendigando, mototaxistas pasándose los semáforos en rojo, motos particulares invadiendo zonas peatonales, una terrible contaminación auditiva y visual, insultos de uno y de otro lado, vehículos a velocidades no permitidas, mototaxistas con dos y hasta tres pasajeros, un grupo de huecos que ponen en riesgo la seguridad de todos y una pésima señalización. No obstante, todos vemos la majestuosa y admirable edificación y nos sentimos orgullosos de nuestra ciudad porque cada vez es más desarrollada.
La situación es equiparable a lo que un día Charles Pierre Baudelaire en su poema “Los ojos de los pobres” puso en evidencia. Era la época en la que Francia, en especial París se estaba convirtiendo en la gran metrópolis. Aparecieron las calles asfaltadas y los Bulevares. Justo en uno de esos sitios modernos de reunión el amado invitó a su amada a tomar una taza de té; ella vislumbrada por la hermosura de aquel sitio no era capaz de mirar a su alrededor; y cuando lo pudo hacer percibió cómo una familia pobre los estaba mirando quizás con la intención de recibir las sobras de aquello que degustaban; al instante la amada sintió repugnancia y hasta molestia, al punto que le sugirió a su compañero retirara a aquellas personas de su vista; él mirándola a los ojos lo único que alcanzó a expresar fue “ya no te quiero más”.
Entre París y Sincelejo, obviamente la diferencia es enorme. Pero podemos encontrarnos con la sorpresa de querer estar degustando y deleitándonos en las nuevas edificaciones de las que nos sentimos orgullosos (centros comerciales, finos restaurantes, tiendas de modas), y por otro lado sintiendo vergüenza por lo que se vive en las calles de nuestra ciudad; peor aún, siendo hasta víctimas de la complejidad social que vivimos y que expresamos por doquier sobre todo cuando nos enfrentamos con la realidad tal cual es.