En Colombia pasan cosas extrañas. Los colados de Transmilenio sonríen al verse campantes; los ladrones, ricos y pobres, se indignan si alguien les interrumpe o denuncia; los pastores millonarios predican la humildad y la solidaridad desde sus lujosos recintos; y, también, una senadora liberal promueve un referendo muy conservador. Lo lógico sería, entonces, que esas extrañezas avergonzaran a sus protagonistas: que el colado, el ladrón, el pastor mentiroso y la senadora contradictoria, sintieran culpa por comportarse como se comportan. Pero como es fácil suponer, no sucede así.
En su lugar, en Colombia muchas veces se sienten avergonzados quienes no deberían sentirse avergonzados. Si alguien es víctima de fraude, fue por tonto, por ingenuo: ¡qué oso! Si se denuncia a un compañero por copiar en un examen, fue por sapo, por lambón. Si uno es víctima de una infidelidad, mejor que me trague la tierra, ¡qué dirán de mí! Pero la peor de todas, la forma más dañina de vergüenza injustificada, es aquella que sienten las personas que han sido víctimas de algún tipo de violencia y, sobre todo, quienes han sufrido violaciones sexuales. Es un silencio cómplice que no debemos promover más.
Claro, lo contrario de vergüenza no es orgullo. Sería absurdo pedirles a los niños y niñas de hoy y a los niños y niñas de ayer, que se enorgullezcan de un acto tan cruel. Lo que no podemos permitir es que ellos se sientan cohibidos, se sientan atemorizados de hablar por un daño que no hicieron. Es hora de enseñarles –y enseñarnos- que la culpa no está en la víctima, está en el victimario. Es momento de decirles a los niños y niñas, y de paso recordándolo a nosotros mismos, que no están solos: que somos más los que, como ellos, no debemos sentir vergüenza. Así parezca lo contrario.
