No ha muerto. La última esperanza, aquella del milagro o la remisión espontánea, está viva, presente, solo se desvanecerá si llega a morir, el hijo. También está presente la esperanza del tratamiento en la gran ciudad, en la capital, así médicamente se sepa que muy posiblemente será devuelto a su hogar con el mismo tratamiento ya propuesto en provincia: cuidado paliativo, únicamente.
El tumor se ha extendido y por su localización es inviable más cirugía (lleva 5) o más radioterapia. Han sido 3 años de batallar, de dedicación amorosa de los padres, aún consiguiendo el sustento en las condiciones más difíciles. El padre, un artesano, me solicita ir a la clínica a ver que les puedo decir. Luego de charlar con hija, madre y padre, de revisar historia clínica, de hacer un cuidadoso análisis, las únicas –o única- palabra que sale de mi boca es “fortaleza” dicha a Miguel, mirándolo a la cara. Sí, la fortaleza que va a requerir para enfrentar lo que parece avecinarse. Sobra, sobra totalmente, repetir que el tumor se ha extendido, que es de los más agresivos, que realmente el pronóstico es de un declive progresivo hacia la muerte. El responde con un: “Sí, doctor”. “Quien tiene la última palabra es el de arriba”.
Ni remotamente pensar en desaconsejar el viaje a la capital (sabiendo el pronóstico). El oír esa segunda opinión, tan esperada, tan válida. La esperanza es algo que el médico no puede, no debiera quitar, nunca, nunca. Casos hemos visto de recuperación contra toda probabilidad médica en enfermos terminales o en discapacidad severa. Pero con frecuencia los médicos nos creemos tanto nuestras estadísticas que cortamos de un tajo el ánimo, el coraje y la valentía, que dan la esperanza en una mejoría, en una cura, en una recuperación.
Los médicos debemos orientar según nuestro mejor criterio,
explicar al máximo la situación, incluso tratar de convencer,
pero al final solo acompañar es nuestra tarea
¡Qué remordimientos! inmensos, quedarían en los padres, ante la enfermedad de un hijo, si no hacen lo que consideran lo mejor y lo máximo por ellos. No somos quienes para frenarlos. Los médicos debemos orientar según nuestro mejor criterio, explicar al máximo la situación, incluso tratar de convencer, pero al final solo es acompañar lo que es nuestra tarea. Y acompañar es lo que hicieron los médicos de la clínica en provincia, al remitirlo a la capital, y lo que hizo la entidad de salud, al admitirlo y realizarlo. Pudieron negarse ante las evidencias científicas, pero no lo hicieron. Bravo por ellos.
Sabemos que las emociones nos pueden llevar en contra de la razón. Pero son ellas, las emociones, las que impulsan, mueven al ser humano y lo conducen a entregar el amor en muy variadas formas. El amor mueve a los padres a hacer lo que la comunidad científica invalida. Ojalá aprendamos a juzgar menos estos comportamientos (no sucedió en este caso, afortunadamente) y a acompañarlos más, y hablo ahora no solo del personal de salud, sino de familia, amigos y comunidad. Cada quien debe recorrer el camino que considera para sí mismo, aunque los demás no lo compartamos.
Dicen que al final de la vida no nos arrepentimos por lo que hemos hecho, sino por lo que hemos dejado de hacer.
Médico fisiatra.