Hay quien nos enrostra que los Acuerdos de Paz están muertos, que fueron una farsa. Que a cambio de nuestro desarme y reincorporación no se produjo nada, que nos dejamos engañar como niños. Que no aprendimos nada de los Comuneros, ni de Guadalupe Salcedo, tampoco de Carlos Pizarro, cuando no se van siglos más atrás para recordarnos a Benkos Biojó, quien tras firmar un Acuerdo con los españoles en Cartagena también fue sacrificado.
Hay otros que van más lejos. Aseguran que traicionamos un principio revolucionario, el de la combinación de todas las formas de lucha. Que debíamos haber dejado guardadas buena parte de las armas y dineros para financiar una lucha armada paralela y clandestina. Que las clases dominantes solo entienden si se les habla a plomo, con las armas en la mano. Que Manuel Marulanda o el Mono Jojoy jamás hubieran firmado un Acuerdo así.
De tanto oírlos me he aburrido de ellos. Tienen en la cabeza una especie de grabación que se repite de manera incesante, una obsesión, un delirio que escapa a cualquier aproximación con la realidad circundante. De veras se creen que tras sus palabras se encuentran millones y millones de colombianos y colombianas dispuestos a defender lo que dicen. No se dan cuenta de que cada día están más solos, que cada mañana se disminuye más su secta.
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Su afán por desacreditar los Acuerdos, al partido político surgido de ellos, a sus congresistas y dirigentes resulta tan feroz como el de los uribistas más apasionados
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Lo primero que debían considerar es que su radicalismo fanático los hace parecer cada vez más al extremo opuesto. Su afán por desacreditar los Acuerdos, al partido político surgido de ellos, a sus congresistas y dirigentes resulta tan feroz como el de los uribistas más apasionados. Si lo que pregonan es la vigencia de la lucha armada y la combinación de todas las formas de lucha, eso significa otra guerra, la más grande aspiración de la extrema derecha.
En los más diversos escenarios de este país nos encontramos con un plebiscito permanente. Gente sencilla, de raigambre popular evidente, profesores, estudiantes, amas de casa, campesinas y campesinos, comerciantes, profesionales, maestros universitarios, médicos, abogados, militares en retiro que nos felicitan por haber firmado los Acuerdos y haber parado la confrontación. Lo mejor que pudieron haber hecho por Colombia, repiten.
Incluso muchos de ellos dejan traslucir su confianza para hablarnos con franqueza. Yo no gusté nunca de las ideas de las Farc, no me gustaba lo que decían ni lo que hacían, pero el gesto de dejar las armas y apostarle a la legalidad me parece extraordinario, en eso sí cuenten con mi apoyo. Y añaden que no creen en el gobierno, ni en esta oligarquía, los consideran miserables y perversos. Hay que sacarlos del poder, pero eso de las armas solo ocasiona tragedias.
Es así como piensa el pueblo colombiano. Recuerdo que me lo decía el primer comandante que conocí en las guerrillas, Adán Izquierdo, en la Sierra Nevada de Santa Marta. La gente en Colombia no quiere la guerra, quiere la paz. Por eso la salida a esta confrontación tiene que ser política, a eso es que tenemos que apostarle. Hoy pienso que sería absolutamente contrario al desarrollo histórico y los hechos políticos pretender echar atrás lo pactado en La Habana.
Renunciar al compromiso firmado por el Estado de llevar adelante una Reforma Rural Integral que entregue tierras, asistencia técnica, créditos, vías, electrificación, educación y redes comerciales a los pobladores del campo sería absurdo. Que el gobierno actual quiera burlarla no significa que ya está definido el asunto. Se trata es de luchar, con organización y movilización popular. Otro tipo de gobierno puede echarla adelante. Tenemos legitimada una valiosa bandera.
Igual sucede con la participación política, la ampliación de la democracia, la reforma política y electoral, las circunscripciones especiales transitorias de paz, la nueva doctrina de seguridad. Ya existe una bancada propia en el Congreso, que se une a otras expresiones de la inconformidad para luchar por esas y otras importantes reivindicaciones populares. La gente en los campos reclama el cumplimiento del plan de sustitución voluntaria aprobado en La Habana.
Claro que nos duelen nuestros muertos y desaparecidos, y todos los días lo denunciamos como un crimen de Estado, incluso en instancias internacionales. Pero es innegable que en la guerra perdíamos muchísimas más vidas. La idea es obligar al Estado a cumplir con las garantías prometidas. Ellos firmaron que no permitirían la conformación de bandas sucesoras del paramilitarismo. Tienen que cumplirlo. Estamos en esa brega.
Sin matar ni atentar contra nadie, abriendo cada día trabajo político. Contrariamente a nuestros críticos furibundos en armas, cuyos comunicados amenazantes y acciones criminales espantan la población de extensas regiones. Ya no es tiempo de la guerra, no habrá más Che Guevaras ni Ho Chi Minhes. Vivimos circunstancias muy distintas, de lucha de masas, la batalla por las ideas de que hablaba Fidel. Conseguimos la salida política para Colombia, jamás renunciaremos a ella.