En las últimas semanas, he atendido con cuidado algunas entrevistas de radio sobre episodios de violencia en zonas vulnerables de nuestro país —una de ellas al comandante del Departamento de Policía del Cauca, el coronel Rosemberg Novoa, y otra a uno de los representantes a la Cámara por el Valle del Cauca, Gabriel Jaime Velasco—, en las cuales los periodistas, con altivez y un tono de reclamo bastante marcado, increpan a los entrevistados.
Diría uno que eso no tiene nada de malo, que es de la naturaleza del periodista usar herramientas y estrategias argumentativas y de expresión con el fin de lograr por parte del entrevistado respuestas completas o a lo sumo amplias. Pero creo que se les va la mano atacando a un par de señores, que están de paso por un problema que trae décadas, si no siglos, en desarrollo.
Ahora bien, los temas que tratan estas entrevistas no son menores. Son temas tan complejos como complejo es entender donde nacen y como hacer para terminarlos. Estos focos de violencia que se están viviendo “nuevamente” en zonas rurales de nuestro país además de ser una tragedia, son hechos que por un lado nos presentan como masacres y por otro lado nos informan que obedecen a la dinámica de la droga y el control de estos territorios, no se ponen de acuerdo.
Al margen del motivo de los ataques y las muertes, en mi opinión el problema radica en la ausencia de tejido social, inobservancia del Estado por falta de acceso y unas comunidades que, al sentirse huérfanas por décadas, optaron por buscar refugio en los brazos de un "padre" que alimenta, pero que también mata.
Eso nos ubica es una situación bastante compleja, son varias las generaciones ya, que han nacido y se han vuelto adultos en medio de estas condiciones. Son cientos de miles de niños y niñas que han crecido en medio de la violencia, la mafia, la droga, el hambre y la ausencia de un Estado que ni saben que existe; de forma que su realidad no puede ser otra diferente a la que le presentan quienes controlan los territorios.
Adolescentes portando fusiles y granadas, peajes ilegales dentro de las ciudades, fronteras invisibles, bloqueos al abastecimiento de víveres y medicinas, son el diario vivir en estas zonas que por décadas han sido controladas por los grupos ilegales. Esos grupos que se disfrazan de movimiento político; pero que ya tenemos claro, no buscan otra cosa que mantener el control del territorio y del negocio.
Estamos ante un fenómeno tan complejo, que incluso la misma comunidad mediante asonadas ha expulsado a la fuerza pública de su territorio. Algunos advierten que el fenómeno obedece a presiones y amenazas a la comunidad por parte de estos grupos ilegales, pues de otra forma serian ellos quienes sufran las consecuencias. Yo creo que es una mezcla de eso, con un poco de aversión al cambio.
Como decía anteriormente, han sido décadas inmersas en esta situación, estas comunidades no conocen realidad diferente, ese es su statu quo, y si algo me ha ensañado la vida es que, si bien el ser humano se adapta fácilmente al cambio, también generará mucha resistencia antes de permitirlo.
Me pregunto entonces que debería ser primero, si como piden unos se debería iniciar por erradicar por la fuerza los grupos que controlan los territorios, o su se debería iniciar procesos de construcción de tejido social en un territorio que no parece estar interesado. Lo que si está claro, es que el tejido social no se construye desde Bogotá, para eso toca estar en el territorio, pero al territorio no se puede entrar pues los grupos armados no lo permiten y la comunidad tampoco.
Tal vez por eso me inquietó tanto el tono de las entrevistas que les refiero al inicio. Estos periodistas de forma irresponsablemente se toman la vocería por todos los colombianos, increpan a la fuerza pública aduciendo falta de acción y piden más fuerza, también reclaman del ejecutivo —a través del legislativo— más inversión social y presencia en el territorio, y, no contentos con eso, le reclaman a las comunidades víctimas cuando levantan su voz pidiendo ser atendidos, ¿quién los entiende?
Me van a tener que disculpar, pero así no son las cosas. Aquí lo que tenemos es un problema estructural de muchos años. Un problema que no se resuelve con fuerza y armas, tampoco con “talleres de emprendimiento” en las zonas más alejadas y violentas del territorio y menos con marchas y bloqueos. Aquí lo que tenemos es un problema de hambre, acceso y oportunidades.
Por eso, la presencia del Estado no se puede entender como parar un policía por cada esquina que tenga Buenaventura, o instalar un batallón en Argelia (Cauca), no. La presencia del Estado y el tejido social se traduce en acciones más complejas, como lo es satisfacer las necesidades básicas de las comunidades; esto es contar con agua potable, contar con servicio de alcantarillado, conexión eléctrica, acceso a educación de calidad, servicios de salud confiables, alimentos, etc. Por ahí se debe empezar.
Ahora bien, ¿cómo el Estado puede atender estas necesidades cuando al territorio no se puede entrar, pues la misma comunidad no lo permite; ya sea por presiones de los grupos ilegales o simplemente por desconfianza al Estado mismo? ¿Cómo hace el Estado para invertir en un territorio que destruirá cuanto ladrillo pegue, cuanto tubo entierre y cuanto poste levante? Estamos ante una encrucijada compleja.
Dejemos algo claro, para que el Estado pueda ejercer su rol deben existir las condiciones, y de no existir las debe crear. Esto supone entonces que el primer paso debe ser construir confianza con la comunidad y la comunidad estar dispuesta a confiar. Pues son ellos los únicos que podrán, a golpe de cambio generacional, cambiar la lógica de su territorio.
El tejido social no se construye con incursiones militares del ejército, ni con policías en cada esquina, mucho menos con fumigación o sustitución de cultivos, y tampoco desprestigiando al Estado. El tejido social se construye desde cada orilla del espectro, solo con la voluntad del Estado no basta.
Entonces, ¿como construir tejido social cuando no hay confianza?