Teníamos entre quince y veinte años. Algunos andábamos en el rock de Molotov y de Soda Estéreo, otros en las baladas de Sin Bandera y hasta en la poesía barata de Arjona y Maná. Los Inquietos nos parecían de una sensiblería edulcorada y el Binomio de Oro era una suma de voces estilizadas y anónimas.
Diomedes Díaz se deformaba con el paso de los discos y los infartos. Y Poncho Zuleta se esforzaba por demostrar su talante a punta de alaridos en la tarima. Pero era inminente que volviéramos al folclor.
De repente, fueron brotando como la maleza sobre la tierra quemada después del primer aguacero. Una canción aquí, un ritmo interesante allá. Los llamaron la Nueva Ola por aquella canción del negro Alejo Durán que le dio título al primer álbum de Luifer Cuello en 2004. En la canción, Alejo malhayaba porque su morena quería que él tocara guaracha, siendo su vallenato el más prístino entre todos.
En esta parte del mundo donde todos nos llamamos Juan, Jorge o José, unos chicos veinteañeros de nombres extraños invertían el proceso de la nueva ola que cantó Alejo. Después de tanto artista plañidero, Peter, Silvestre, Kaleth y Luifer volvían a cantar vallenato, enriquecido, eso sí, con el sabor y la frescura de los nuevos tiempos. Por ellos, volvimos a escuchar y bailar vallenato. Gracias a ellos dejamos de escuchar “ritmos raros”.
Han pasado diez u once años y toda esa horda de voces se ha ido apagando. Kaleth falleció y Luifer Cuello fue desapareciendo del plano principal de la música vallenata. Peter y Silvestre dejaron de ser los gorditos de voz potente. El primero está cada vez más macilento de tanto ir al quirófano y el segundo luce radiante gracias a una cabellera implantada contra natura.
En resumen, la historia conocida de la Nueva Ola es la siguiente.
Un boom de nuevas voces vallenatas inundó el mercado musical a inicios del 2004. La Nueva Ola arrasó con ímpetu y permeó hasta el último rincón del país. Con los años y el sino trágico, se fue sofocando. Al final solo quedó el sinsabor de lo ocurrido a Kaleth Morales y el oligopolio musical de Peter Manjarrés y Silvestre Dangond.
La Nueva Ola dejó de ser un coro de nuevas voces en el folclor y se convirtió en un soliloquio repetitivo de Silvestre, en el que circunstancialmente Peter Manjarrés hace unos coros relativamente afinados. El resto de artistas, duele decirlo, han sido borrados del mapa: Cayito Dangond, Pillao Rodríguez, Luifer Cuello, Jacobo Fonseca y Ernesto Mendoza.
Con todo, esta historia está incompleta.
La historia no oficial de la Nueva Ola
No puede haber renovación cuando solo se cambia una parte del sistema. En la música vallenata no puede haber evolución si solo se cambian las voces. Mucho se ha dicho sobre los primeros juglares centauros —tocaban el acordeón, cantaban y componían sus canciones—, pero poco se ha intentado comprender el momento posterior; el de la especialización de funciones que devino con el proceso de mercantilización del vallenato.
Con la principalía comercial del cantante, las otras labores —tocar el acordeón y escribir canciones— se han convertido en funciones subsidiarias de la interpretación. El compositor escribe en soledad, el acordeonero acompaña silencioso a un lado del escenario y el cantante recibe los aplausos.
Lo dicho se comprende mejor cuando se reflexiona sobre ese primer momento comercial del vallenato. Jorge Oñate, Poncho Zuleta y Diomedes Díaz no revolucionaron la música vallenata por sí solos. Los tres necesitaron de la nota añeja de Colacho Mendoza y Emilianito Zuleta y de los pitos revolucionarios de Juancho Rois. Necesitaron también de las descripciones naturalistas de Octavio Daza, de la poesía de tinte becqueriano de Rosendo Romero y del verso romántico y sentido de Gustavo Gutiérrez.
Con la Nueva Ola pasó algo similar. La historia del arte, como la de la humanidad, se explica a la perfección desde la Teoría del Caos. Todo es causa y efecto. En medio del embrollo de acciones y personajes, hay una lógica universal que rige. La fracción influye en el todo y el todo en la fracción.
La historia no oficial del auge y ocaso de la Nueva Ola —que terminó con la muerte total del vallenato— se cuenta mejor cuando se reparan las canciones, no los intérpretes. La revolución musical acaecida en el decenio anterior, no tiene su raíz en las voces de Peter, Silvestre o Luifer Cuello, sino en las letras de Kaleth Morales, Lucho Alonso y Leo Gómez Jr.
En Vivo en el limbo, Kaleth Morales canta: “Y te quiero. Más que Leo a la dueña de su vida. Más que Lucho a su muñeca de porcelana”. Y en la parranda en la que Silvestre cantó La indiferencia, este dice: “Lucho, yo no valgo un peso aquí, el que valei aquí eres tú en esta canción”.
Huellas, señas e índices de la grandeza de estos tres compositores. Los tres escribieron los éxitos más sonados del decenio pasado. Lucho Alonso escribió canciones como Muñeca de porcelana, Celoso y qué, La indiferencia —que la grabaría Luifer Cuello inicialmente—, Despierto, La moza, La pelusa y Mis cinco sentidos. Leo Gómez escribió La dueña de mi vida, Me metí en tu alma, Vivo por ella, Culpable de tu amor, Reina de mis sueños, Baila vallenato y Pin pon pan. Por su parte, Kaleth Morales —quien, según Miguel Morales, compuso poco menos de 15 canciones— escribió, Vivo en el limbo, Lo mejor para los dos —también llamada Todo de cabeza—, Me la juego toda, Mi seguidora y yo, Mary y No aguanta.
Pero más allá de crear éxitos —cuestión relativamente fácil en la industria musical actual—, estos tres compositores dotaron a las nuevas canciones del vallenato de un espíritu particular, que se entroncaba con el vallenato tradicional que hoy pondera la Unesco. La expresión coloquial se mezcló con el sentimiento profundo. La explosión del ritmo estuvo siempre acompasada con los dolores del amor. La sinceridad fluyó en cada verso escrito, en cada rasgadura de las cuerdas de una guitarra.
La muerte de la Nueva Ola fue la muerte del vallenato
Hasta que apareció la desgracia: Kaleth Morales murió el 24 de agosto de 2005 —hace unos meses muchos conmemoramos diez años de su ausencia— y Leo Gómez un 15 de agosto del 2008. Ambos en accidentes de tránsito. De Lucho Alonso, por su parte, fue poco lo que pude indagar. Hasta el último momento en que escribí este artículo intenté contactarlo, pero fue imposible. Lo único que sé es que una canción suya no aparece en un álbum de Silvestre Dangond desde el año 2010, cuando le grabaron Del ahogao, el sombrero.
Muertos dos de los tres grandes compositores de la Nueva Ola, y con todo un aparato comercial montado alrededor de dos superestrellas de la canción, el espectáculo continuó como si nada. Silvestre y Peter recurrieron a los compositores de siempre: Omar Geles, Fabián Corrales, Roberto Calderón, Luis Egurrola. Apareció otra vez la producción en masa, ahora desde la fórmula y el molde dejado por Kaleth y Leo Gómez. El ritmo le ganó a los dolores del amor y la expresión cotidiana se transformó en insulto a la mujer. Aquello que fue novedad y creación quedó convertido en receta y producto.
Los que regresamos en 2004 al folclor vallenato y que escuchamos cada nueva letra con la severidad de un espía, nos fuimos retirando con cada nueva producción. Por mi parte, volví al rock y de allí llegué a Silvio Rodríguez, a Joaquín Sabina y a Calle 13. Y también me fui al pasado, a eso que ahora llaman vallenato tradicional: Calixto Ochoa, Alejo Durán, Juancho Polo Valencia, Luis Enrique Martínez. Siempre inagotables.
Si canciones como El glu glu, La leona, Tay loco, Me gusta me gusta y Materialista nos parecen tan vanas y faltas de sentimiento e inteligencia es porque quienes las escriben, lo que hacen es vaciar palabras inocuas en un molde que no les pertenece. No son solo las palabras las que han hecho grande a todo el folclor del Caribe colombiano, sino también el sentimiento. La riqueza de una buena canción vallenata no está en la rigurosidad armónica o poética, sino en la sinceridad de quien la escribe.
Si Peter y Silvestre siguen vigentes es porque supieron reinventarse, o mejor, remanufacturarse. Y porque en el Caribe, la función debe seguir, sin importar cuál sea el payaso que la amenice.
*Docente catedrático de la Universidad de Córdoba