La tragedia de Mocoa es una cuenta de cobro que la naturaleza le pasa al Estado colombiano por su excepcional incapacidad para prever el riesgo y responder con prontitud ante el peligro. Sin embargo, los que pagan son los mismos de siempre, los que tienen que endeudarse para comprar el ataúd, para arrendar la bóveda y hasta fiar las veladoras. La justicia de Colombia debería ser solidaria con las víctimas, indagando a fondo las causas y condenando a las personas que tengan algún grado de responsabilidad.
La tragedia de Mocoa muestra la magnitud de nuestro realismo trágico. Se ha dicho que esta catástrofe es la crónica de un siniestro anunciado. Desde los años ochenta se conocía del riesgo al que estaba expuesta la capital del Putumayo. No obstante, pasó lo que hoy es una dolorosa noticia nacional.
Los medios de comunicación han estado transmitiendo desde la que es ahora la capital informativa de Colombia. Durante el cubrimiento de la tragedia muchos periodistas delante de las cámaras lucían nerviosos, inseguros y tartamudeaban. Se equivocan mucho, parecían bajo algún tipo de presión. Repetían lo mismo una y otra vez. Paradójicamente, las presentadoras habían estado transmitiendo desde el lugar de la tragedia, pero lo hacían de una manera tan impersonal y tan turística, que sus rostros lucían inexpresivos, a pesar de estar pálidos por el maquillaje y el acostumbrado frío de Bogotá.
Ahora, cabe preguntar qué pasa con la calidad de la información. Más aún, ¿qué pasa con los planes de contingencia del Gobierno?, ¿están actualizados?, ¿son verificables, evaluables y mejorables? Hace poco se realizó el Simulacro Nacional de Evacuación, ¿qué aprendimos?, ¿en qué se falló?, ¿para qué sirve? y ¿cuáles son los planes a trazar? son las preguntas que ojalá sean resueltas.