A principios de este siglo Maradona viajó a Pekín. Lo acompañaba el periodista Alejandro Fantino. Le dieron ganas de conocer la Ciudad Prohibida. “Acá nadie sabe quién soy, aprovechemos”. Al salir del hotel empezaron a llover chinos. En una cuadra lo rodearon dos mil personas. Se tuvieron que meter en el hotel de nuevo, espantados por la turba de fanáticos que querían robarse un pedacito de él.
Es imposible, con nuestras vidas miserables, con nuestra imposibilidad de esculpir algo tan hermoso como los dos goles a los ingleses, juzgar a Diego. ¿Qué mierda vamos a saber de los dolores de los dioses? Todos querían algo del Diego. Era como Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El Perfume, que terminó despedazado por el encanto que producía su olor. Diego llegó a ser el personaje más mediático en una época en donde no existían redes sociales. Si iba a Inglaterra en los ochenta hasta Freddy Mercury quería sacarse una foto con él. Era la única persona a la que podía pasarle el teléfono Mick Jagger o podía hacer sentir como un niño a Kobe Bryant. No solo fue el hombre más hábil jugando fútbol, sino que también era bueno en todos los deportes. Jugaba al tenis con maestría, la encestaba cada vez que podía y manejaba la presión como ningún otro deportista en el mundo.
En las eliminatorias al mundial del 86 Argentina vino a jugar el Campín. El público bogotano había dejado sus buenas maneras, su frialdad, para gritarle porquerías al equipo de Bilardo. Maradona era el blanco de todos los objetos que lanzó la gente a la cancha. En el entrenamiento previo, sin despelucarse, Maradona tomó entre sus pies una naranja y empezó a hacer la veintiuna. El público cambió los abucheos por un aplauso atronador. Ese día Argentina ganó 3-1.
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Diego es el símbolo del pobre que le roba al rico, del David que es capaz de derrotar a Goliat
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Yo no quiero ser como Pelé. Burgués, cómplice, conforme. Yo quiero tener la rebeldía de Diego. Por eso a esta hora al frente de la Casa Rosada diez mil argentinos hacen fila para gritarle su amor por última vez. Diego era el niño de comuna que se levantó ante todas las adversidades, el joven que quería sacar a su familia de la pobreza jugando al fútbol y ser campeón del mundo con Argentina, una certeza que tenía clara desde los 13 años. Diego es el símbolo del pobre que le roba al rico, del David que es capaz de derrotar a Goliat. Por eso no podemos entender el dolor que se siente ahora en Nápoles. Cuando Diego fue presentado en el estadio San Paolo en 1983 ese equipo nunca había ganado una liga. Maradona no solo les entregó dos scudettos y una copa UEFA sino que los concientizó de que ellos eran tratados, en las ricas ciudades del norte, como los negros de Italia. El fervor de los napolitanos a Maradona se revela en un detalle absolutamente inusual: llenar su estadio en las semifinales del mundial del 90 para hincharle al equipo de Maradona y no a su selección, algo que nunca le perdonarían.
A Diego su vida se le empezó a escapar de las manos a los 16 años, cuando era la estrella de Argentinos Juniors. Desde ese año los medios lo acosaron, no pudo salir jamás a la calle, su único polo a tierra era Claudia Villafañe, su esposa, y cuando este lazo se rompió el barrilete cósmico salió volando al espacio sideral. La cocaína, las pastillas, las personas que poblaron el planeta Diego, terminaron quemando al ídolo. ¿Quién puede juzgarlo? Si, tiene razón Manu Chao, si yo fuera Maradona, viviría como él. Si tuviera ese poder intentaría socavar a la Fifa y gritarles que son el gran ladrón y hubiera sucumbido a una rumba de cinco días en Londres con Keith Richards y Pete Townshend. En un mundo sin poesía, dominado por tecnócratas nazis, es mejor ser Pelé que Maradona. En un acto de resistencia, con Diego aún sin ser sepultado, apelo al caos, a la rebelión, a la magia de verlo vengarse de los ingleses por las Malvinas usando sólo una mano. Diego no morirá nunca.