Está claro que la mayoría de los colombianos deseamos un cambio fundamental en la manera en que nuestro país ha sido conducido. Desde la independencia, Colombia ha sido gobernada como una republiqueta al servicio de las oligarquías por medio de los partidos liberal y conservador. El resultado fue una sociedad con unas minorías fabulosamente ricas y la inmensa mayoría de la población absolutamente empobrecida.
A lo largo de dos siglos de vida republicana hubo intentos para cambiar eso; desde la revolución de los artesanos, dirigida por José María Melo, pasando por la tímida modernización encabezada por Alfonso López Pumarejo, hasta llegar a Jorge Eliecer Gaitán. Más recientemente figuras como Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo o Carlos Pizarro ilusionaron a los colombianos con propuestas de cambio.
Frente a todos los intentos de reforma, la oligarquía se impuso, mediante componendas políticas o mediante la violencia. Todos los procesos de reforma han terminado en una mayor afirmación del poder de la oligarquía.
Desde 1990 se inició la fase neoliberal en la economía y la política colombianas. Con César Gaviria comenzó un proceso de privatización de todo lo público, entregando en subasta, a precios pírricos, la riqueza que los colombianos habían acumulado en décadas de trabajo agotador. En paralelo se dio la apertura económica que abrió el mercado colombiano a la importación de todo producto de origen extranjero, que, debido a sus precios más bajos, arruinó la producción nacional.
De esa manera se sacrificó a millones de empleos en Colombia. El algodón, el maíz, el trigo y la cebada dejaron de producirse en Colombia y comenzamos a importarlos, consumándose así la destrucción del campo colombiano. En las ciudades ocurrió algo similar la industria textil y de calzado fue destruida o reducida a mínimos debido a la competencia de productos importados que ingresaban con precios inferiores. El resultado ha sido la pérdida de millones de empleos, millones de colombianos dejados sin la posibilidad de ganar honestamente el sustento de sus familias.
Con la llegada del uribismo al poder, el narcotráfico, el paramilitarismo y la corrupción se apoderaron totalmente del estado. Las puertas de la Casa de Nari se abrieron para que cualquier clase de delincuente asumiera cargos políticos; y para que cualquiera de sus hijos aspirara, por ser el hijo de tal, a que se le adjudique una zona franca, un centro comercial o cualquier tipo de contratación que los lleve de ser estudiantes mediocres a prósperos empresarios. Neoliberalismo y poder mafioso se convirtieron en el azote de la sociedad colombiana, y aumentaron ostensiblemente la desigualdad en beneficio de una minoría que se enriquece cada vez más, al tiempo que inmensas mayorías son condenadas a la miseria y al hambre. Esta realidad es la que las mayorías nacionales aspiran a cambiar.
Esta elección presidencial se ha tornado en un plebiscito en torno a la continuidad o el cambio. Los colombianos estamos llamados a elegir entre la continuidad del modelo neoliberal, agenciado por el uribismo mafioso, y el cambio hacia un modelo progresista que propone el Pacto Histórico en cabeza de Gustavo Petro.
La propuesta de Petro se resume en estos aspectos fundamentales: el reconocimiento de derechos sociales para los colombianos, por eso se defienden la salud y la educación públicas universales financiadas por el estado; recuperar el campo como generador de empleo, reinstaurando la producción de los alimentos que hoy se importan, tales como maíz o trigo, y otros productos como el algodón, al tiempo que se impulsan cultivos de exportación como el aguacate; el impulso de cierta industrialización con base en la producción agrícola y en el mercado interno; la protección del medio ambiente como respuesta al cambio climático; la implementación de una política tributaria progresiva; y la consolidación de la paz como prerrequisito para el desarrollo económico.
Sin duda que un modelo que genere empleo para los colombianos, les reconozca derechos y disminuya las desigualdades mediante políticas tributarias redistributivas, implica un cambio fundamental respecto de la realidad que hoy vivimos los colombianos. Entre las propuestas de continuidad y cambio, hay una propuesta tibia que habla de cambio, aunque no presenta ninguna propuesta seria de cómo hacer ese cambio; se trata solo de oportunismo que se aprovecha del anhelo de cambio que hoy palpita entre los colombianos.
Que Colombia se inclina mayoritariamente por el cambio es evidente. El fuerte apoyo popular del que goza Gustavo Petro desde la campaña presidencial pasada es indicativo de ello. También lo es la protesta popular en las calles, materializada en dos levantamientos populares, uno en 2019, aplazado en parte por la pandemia, y otro en 2021, aplacado a balazo limpio por la criminal alianza entre políticos de derecha, la policía y el paramilitarismo urbano. El amplio favoritismo de Petro en las encuestas y en el ambiente político confirman tal inclinación. Así pues, no hay duda del deseo de cambio entre los colombianos.
Queda por ver si la mayoría de los colombianos, segmentados en distintos sectores políticos y sociales (la izquierda, la juventud desconfiada de los políticos, el campesinado, el llamado centro), logran entender que la única propuesta que encarna las transformaciones sociales, económicas y políticas que ellos demandan, es la de Petro. Si así lo entienden, y llevan a Petro a la presidencia, Colombia se enrutará hacia un proceso de transformaciones aplazado desde hace dos siglos, una transformación tan necesaria como inaplazable, ya lo dijo Alejandro Gaviria, se trata de un volcán al que es mejor darle salidas controladas que colocarle un tapón y hacerlo estallar.