En verdad, estamos muy cerca de la terminación del conflicto armado en Colombia. Deberíamos estar preparando una fiesta, pero no. Parece que fuéramos a un funeral. Y eso es grave. Ya ha pasado.
Uno de los problemas consiste en que una buena cantidad de gente –con justas razones–, quiere ver a los comandantes de las Farc en La Picota.
Otras personas, también con mucha razón, hacen fuerza porque Uribe pague por sus crímenes. Lo ven juzgado por el Tribunal de Justicia Transicional o por la Corte Penal Internacional.
Por ahora, teniendo en cuenta lo anunciado en La Habana, y sobre todo, las declaraciones y actuaciones del Fiscal General, parece que lo primero no va a suceder y lo segundo pudiera tener más posibilidades de ser realidad.
Eso tiene crispado a Uribe, al borde de un ataque de nervios al Procurador, muy preocupados y enojados a sus incondicionales seguidores, entusiasmadas a las víctimas del paramilitarismo y llenos de felicidad a los más apasionados opositores del expresidente.
Los negociadores del gobierno en La Habana y el mismo presidente Santos han sentido la presión. Han dicho que los acuerdos son parciales, que están en desarrollo.
Mientras tanto, los negociadores de las FARC saben que metieron un gol y se aferran a lo firmado.
El gobierno sabe que la percepción general entre la población va pasando de la indiferencia inicial a cierto interés por la polémica que se ha armado.
Pero lo que debe preocupar es que no nos demos cuenta que el problema no es si se firman o no los acuerdos de La Habana. El problema real –que es muy grave–, consiste en que no se haga la paz entre los colombianos.
Si las fuerzas de la guerra, todas, incluyendo uno de los principales protagonistas como es el expresidente Uribe, no hacen parte del acuerdo, no habrá paz en nuestro país.
Si se aspira a que la terminación del conflicto armado entre la guerrilla y el Estado sea un efectivo paso hacia la construcción de la paz, tendremos que encontrar un punto de equilibrio.
Las mayorías colombianas pueden pasar de una esperanza escéptica a una especie de sorpresa mayúscula y de allí, muy fácilmente, a un rechazo general al acuerdo.
Ese sería el terreno ideal para que la guerra continuara. Así la guerrilla y el gobierno firmaran los acuerdos, la amenaza y la muerte estarían respirándonos en la nuca. Los grupos ilegales siguen armados, las estructuras están vivas y nuevas víctimas estarían a la vista.
Es muy preocupante. El triunfalismo es mal consejero. Tenemos seis meses para ajustar el “chico”. Nada sacaremos con una “paz” que se convierta en una precaria tregua mientras se afilan a la sombra los machetes.
Es duro decirlo pero, el entusiasmo por el apretón de manos entre Santos y Timochenko no ha pasado de ser un liviano aire de ilusión en medio de un torbellino de incertidumbres.
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