Si Francisco Santos, embajador de Colombia en los Estados Unidos, previene a la designada canciller Claudia Blum acerca de que el Departamento de Estado de dicho país está “destruido” y le dice que además tiene que inventarse “cosas” sobre Venezuela para mantener el interés de tal departamento en la empresa de “derrocar” al régimen dictatorial de Nicolás Maduro, ¿uno qué supone? Como mínimo, dos cuestiones:
1. Desgobierno y gobierno: si bien es cierto el ejercicio diplomático no supone —per se— unas relaciones de ángeles entre Estados (administrados por una visión gubernamental particular) sino una “guerra fría” de intereses privados empresariales, corporativos, financieros, etcétera, también es cierto que el ejercicio diplomático, a pesar de su necesario grado de autonomía, requiere de la anuencia de la autoridad ejecutiva, legislativa, incluso judicial, como sucede en las economías de desarrollo sostenible.
Tengo la impresión de que la autoridad ejecutiva en Colombia no está siendo consultada a nivel de la embajada en mención (desgobierno), pero al mismo tiempo tengo la “impresión” de que el perfil diplomático de la autoridad ejecutiva colombiana es la que efectivamente replica su embajador (gobierno). Desgobierno y gobierno en simultaneidad es la constante del actual panorama de la autoridad ejecutiva en Colombia. Huelga decir, en este sentido, que la política externa de Colombia guarda similitud procedimental con su política interna, pues mientras (ejemplo) el Ministro de Hacienda plantea reformas regresivas en el campo tributario, pensional y laboral, la autoridad ejecutiva las desmiente, lo cual significa que dichas reformas se han elaborado y planteado, incluso radicado ante la autoridad legislativa, de manera inconsulta.
2. Agenda de partido, no de país: si algo hay que reconocerle al partido de gobierno, aunque no moralmente desde el punto de vista de un fair play político-electoral, es que en su campaña para la presidencia plantearon su agenda de manera clara, concreta. Por un lado, aquella promesa —“para no volvernos como Venezuela”—. Por otro lado, el esperanzador slogan de “más salario, menos impuestos”. En particular la primera promesa es absolutamente coherente con la abierta política exterior de la embajada de Colombia en los Estados Unidos, a saber, inventarse “cosas” sobre Venezuela para mantener el interés de tal departamento en la empresa de “derrocar” al régimen dictatorial de Nicolás Maduro.
Es claro que, desde esta perspectiva, la agenda de la actual “autoridad” ejecutiva en Colombia es de partido, no de país. El problema con dicha agenda es que no se conocen sus pormenores estructurales, su cronograma en el tiempo, sus estrategias, instrumentos y procedimientos minucia. Sabemos que dicha agenda no contempla la idea de un Estado social en desarrollo, ni siquiera mínimo en sistemas de salud y educación, ni empleo y condiciones de vida digna; en cambio, sí contempla la idea de un Estado de “derecho”, pero a ultranza, radical, militarmente fundamentalista, de afirmación conveniente de derechos para las élites políticas y de negación hasta de las garantías básicas constitucionales para las minorías (que en realidad son mayoría, social aunque no política), tal y como se ha visto en el movimiento social 21N.