El precio de la burocracia colombiana es demasiado alto, se mide en pobreza, desplazamiento, violencia, ignorancia y miedo. La concentración del poder en el país está en su cúspide. Este poder corrupto presume de sus conocimientos superiores, del control de los medios de comunicación, del desarrollo de una cuestionable pericia en el arte de la politiquería.
Esa élite aparta sus propios intereses de los colectivos y ha logrado consolidarse peligrosamente en todas las ramas del poder, tornándose común el uso y el abuso de la fuerza hacia quienes son contrarios a su opinión. El objetivo prioritario de esta élite es mantenerse en el poder y, por tanto, no dudará en señalar a toda organización política o social que controvierta su postura ideológica.
Estamos cansados de los señalamientos a líderes sociales, jóvenes, estudiantes, indígenas, y campesinos, que pone en riesgo a todo movimiento que busque defender los derechos de los más vulnerables.
Los gobiernos de las últimas décadas solo buscan salvaguardar los beneficios obtenidos a lo largo de la historia, consideran a la masa social inútil, inerte y moldeable, minando permanentemente sus derechos fundamentales, libertades y desarrollo económico, social y cultural.
La finalidad única de esa elite, como ya indiqué, es la preservación del poder, mientras que la mayoría de los gobernados apenas si consigue sobrevivir entre las penurias generadas por una gobernabilidad desviada y servil a poderes monopólicos. Para mantener su poder los gobiernos recurren a todos los medios: al engaño, la violencia, las actuaciones irracionales donde la vida de los indefensos juega un papel secundario.
El problema es que esta fingida democracia es incompatible con los valores democráticos cuando solo sirve de una o de otra forma a los objetivos de unos cuantos. La clase dirigente se ha consolidado y perfeccionado hasta convertir el ejercicio de la política en un club privado, donde el acceso para las clases obreras es básicamente nulo, lo mismo puede decirse en relación con la protección de activistas y líderes sociales cuya vida está constantemente comprometida por la persecución de bandas criminales y la indiferencia del gobierno.
Existen dos tipos de sociedad: la élite y los sometidos. La primera y menos numerosa ejerce todas las funciones políticas, monopoliza el poder y disfruta de los beneficios. La segunda, la más numerosa, es dirigida, controlada, saqueada, desplazada y reglamentada de una manera arbitraria y violenta; a ella el estado le suministra, solo aparentemente, los medios de subsistencia elementales.
Desde el discurso político se busca acallar el pluralismo, corrientes de pensamiento político como la Colombia Humana de Gustavo Petro, las cuales se han opuesto y continúan oponiéndose a la concentración y unificación del poder, son públicamente calumniadas y acosadas desde el discurso belicoso del poder, por el país de las elites al que ingenuamente un segmento de la masa social aun le cree. Pero millones pensamos que la población colombiana, requiere de un nombre distinto en el poder.
¿Por qué? Porque la parte oculta de este tsunami de corrupción aun no emerge, porque el único capital de la sociedad obrera, campesina, indígena y estudiantil es su capacidad de marchar masivamente, de avanzar hacia las urnas, ignorando la manipulación persistente y turbulenta del discurso del miedo. ¿Dónde está la Colombia Humana? ¿Dónde están los millones de ciudadanos cansados del abuso y la opresión?
Llevamos doscientos años de lo mismo y es momento de preguntarnos: si no es Petro, ¿entonces quién?