La primera regla de moralidad y honestidad política en una democracia es la garantía de que se respeta la voluntad popular y el voto del pueblo, junto con la esperanza de que el gobierno mantenga todas sus promesas electorales. “En una democracia, el poder emana enteramente de sus ciudadanos y todas las decisiones que vinculan y afectan a una comunidad han de ser legitimadas por la voluntad del electorado”, que ejerce un derecho protegido por la Constitución para escoger a quién gobernará.
La política tiene que empezar de nuevo desde el principio, respetar la decisión de los ciudadanos y reconsiderar esa decisión desde el punto de vista democrático. Si los políticos quieren ganarse el respeto de los ciudadanos tienen que empezar por respetar los límites de sus actividades y competencias, sus responsabilidades y requisitos de transparencia. La mejor manera para perder dicho respaldo es multiplicar las promesas no cumplidas. Esta es una cuestión difícil, pero no hay duda de que hay que potenciar la fiabilidad, la seriedad y el discernimiento ético entre la política y la moralidad. La transparencia, la lealtad, el respeto y la capacidad de mantener las promesas electorales no son simplemente principios intangibles, sino verdaderos puntos de fuerza que se han de seguir concretamente cada día y en cada situación es, sobre todo, una prueba de las obligaciones morales y de los valores consagrados en la Constitución.
La honestidad política significa respetar los acuerdos y mantener las promesas. Si las promesas y el contenido de esas promesas no se materializan, esa crítica aumentará, claro está. La continua sucesión de promesas no realizadas ha molestado a muchos votantes, por lo que los políticos han ideado sistemas que hacen aparecer sus promesas más creíbles. Entre ellos, presentar promesas respaldadas por números o establecer plazos para el cumplimiento de las promesas, indicando, por ejemplo, lo que se logrará durante los primeros cien días de gobierno (como es sabido, el presidente Franklin Delano Roosevelt creó un historial notable en sus primeros cien días, todos los presidentes saben que los "100 días" serán la vara que la prensa usará para medirlos y evaluarlos). Cuando el Gobierno no está dispuesto a asegurar un seguimiento y continuidad, mantener las promesas y desarrollar confianza; su legitimidad es escasa. Este proceso es precisamente la fuente de su legitimidad como marco ético rector.
Hoy más que nunca, el gobierno y los políticos deben cumplir sus promesas si quieren recuperar la confianza de los ciudadanos. De lo contrario, se terminaría generando en los ciudadanos una profunda desconfianza en la política, convenciéndolos de que, en última instancia, sus decisiones cuentan poco o nada. Si la legalidad y la convivencia democrática exige unas elecciones libres, la legitimidad depende en primer lugar de la capacidad del Gobierno de cumplir sus promesas electorales, rendir cuentas de su actuación a los ciudadanos y de responder al sector público y privado. Hoy en día, en la era digital, la opinión pública examina más detenidamente la forma y velocidad con la que las personas que ocupan el poder cumplirán sus promesas electorales. El irrespeto a la voluntad de todo un pueblo expresada en elecciones justas y libres aumenta la distancia entre los electores y sus representantes, la apatía y reduce la participación de los votantes y abona la frustración y el desencanto por la democracia.
Si la voluntad democrática y soberana es sagrada, las promesas electorales también lo son
Duque logró capitalizar la insatisfacción y frustración del electorado por su honestidad, integridad, capacidad práctica y creatividad, así como por la desastrosa crisis económica, sus promesas electorales de modificar la realidad, la culpa del gobierno anterior, los escándalos de corrupción, el desgaste de la retórica gubernamental y el surgimiento de nuevos espacios de crítica social, y fue elegido por el voto popular como más indicado para dirigir el país. El verdadero desafío al que se enfrenta ahora es pasar de las palabras y las promesas de la campaña electoral a los hechos porque de no ser así se corre el riesgo de decepcionar a millones de votantes que esperan una verdadera revolución política, social y económica y de que, en consecuencia, se rebelen enseguida contra ese gobierno que habían elegido.
El gobierno y su mayoría se encuentra en una encrucijada histórica: no son solamente los garantes en lo que concierne a respetar escrupulosamente las expectativas de cambio de quienes lo votaron (la voluntad de los votantes), sino también de mantener su legado y, de ese modo, cumplir las promesas electorales, si se quiere evitar en el futuro la repetición de los errores del pasado, que resultaría absolutamente trágica. La reciente elevación del tono de las críticas contra la política o las acciones del gobierno es nada menos que un trueno en un cielo sereno. Aunque es evidente que todos deseamos que el gobierno vaya bien, ha desconcertado y sorprendido sus propias divisiones en materia de política fiscal y en mostrar la voluntad política necesaria para adoptar decisiones difíciles y la rápida materialización de las promesas electorales.
Hoy más que nunca, el gobierno debe cumplir sus promesas si quiere recuperar la confianza de los ciudadanos. El incumplimiento de las promesas “proporcionará el pábulo necesario para poder formular acusaciones contra los gobiernos electos”. No se pueden financiar promesas del futuro con el dinero destinado a promesas del pasado; eso desconcierta a la opinión pública, que ya no tiene una idea clara de qué es lo que defiende el Gobierno. En cualquier caso, el cumplimiento de los compromisos asumidos en su programa de Gobierno debe realizarse a la luz del sol, sin objetivos oblicuos, que no debe utilizarse para cuestionar los equilibrios políticos nacionales decididos por el electorado.
En una inspección más cercana, nos damos cuenta de que el electorado, además de ser soberano, es también el único que no tiene faltas o responsabilidades morales y, por lo tanto, no puede ser víctima de maniobras contrarias al espíritu y la sustancia de la democracia. Necesitamos una política que sea generosa, pero no permisiva, una política que sea exigente y eficaz para no decepcionar las expectativas legítimas de la opinión pública. No se puede olvidar que la primera regla de moralidad política en una democracia es cuando se respeta el voto popular. Por tanto, no es tarde, ni mucho menos, para que el gobierno refleje en los resultados de las elecciones y el veredicto de las urnas la verdadera voluntad de los ciudadanos (un nuevo conjunto de los principios y valores comunes que todos compartimos) y refleje el cambiante debate latinoamericano (nuevas relaciones sociales e intereses) para completar la transición política económica y de seguridad que se nos está proponiendo que precederá al establecimiento de un entorno más estable y seguro. Ahora le toca a usted, señor presidente, y le deseo mucho éxito. Muchas gracias.
Nota
La diferencia entre quien tiene mucho y quien tiene poco o nada es cada vez más grande, además quien tiene mucho últimamente pide más sacrificios a quien tiene poco o nada. No me encuentro entre quienes saltan en defensa de aumentar los impuestos sin una estricta reestructuración de la deuda, recortar el gasto público, aplicar medidas de austeridad y congelar los sueldos de los funcionarios, pero es que de aumentar los impuestos y la recaudación del IVA aumentará también el fraude fiscal.
Con un aumento de un punto del IVA, una familia de 4 personas sufrirá un aumento de impuestos al año, lo que, obviamente, pesaría mucho más en los trabajadores que ya tienen un sueldo bajo. Como resultado, habría repercusiones negativas en el consumo interno, que son el componente más importante de nuestro PIB. Antes de pedir más sacrificios se necesita urgentemente la implementación del plan de austeridad y ahorro de los recursos públicos a través de medidas de austeridad para reducir el gasto gubernamental y reducir el déficit público. El excesivo gasto gubernamental ha incrementado la deuda, y la inflación es algo más alta de lo debido y el crecimiento prácticamente nulo. El aparato burocrático es un desastre y la corrupción administrativa del Estado absurda.