Si las rutas del narcotráfico hablaran

Si las rutas del narcotráfico hablaran 

"Si se le pone color al mapa, alfileres y líneas, se podría encontrar, de golpe, un eventual patrón"

Por: Ricardo Villa Sánchez
agosto 24, 2020
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Si las rutas del narcotráfico hablaran 
Foto: Las2orillas

"Un diablo se parece a otro diablo" (Si el río Hablara, Teatro La Candelaria).

Cuando vivíamos en Bogotá, mamábamos gallo con que el barrio Cedritos era Salsipuedes y que ir al centro era como transitar de Barranquilla a Santa Marta. En uno de esos viajes, fuimos a ver la obra Si el río hablara, del Teatro La Candelaria, dirigida por nuestro amigo Cesar Badillo. Desde que empezó la obra, no sé si era el momento, el estrés o la vergüenza, o algo todavía guardado entre el esternón y el corazón —como, también, a veces uno dice de manera jocosa—, no pude contener las lágrimas. Allí relataban, en Creación Colectiva, la relación entre el cuerpo, la memoria, el dolor de las víctimas, el odio, el amor, en el sonar del viaje por el río de la vida y la muerte. Una obra que se nutre de la tragedia griega con el alter realidad de sombras y luces, dispersa, en una especie de Comala de Pedro Paramo, en que se confunden los vivos con los difuntos, la verdad con la mentira, el miedo y el olvido, la luz y la oscuridad, y al final quedan muchas preguntas sin respuestas, que cada uno sabe que solo tendrán solución, si entre todos logramos construir un nuevo relato poético de nación, que nos una, así nos duela en el alma, para que podamos tramitar los conflictos, sin violencia, profundizar la democracia y avanzar hacia la paz con justicia social.

Hace poco recibí el Informe de Masacres en Colombia durante 2020, de Indepaz. Terrible título que lo pone a uno a pensar y a preguntarse hacia dónde vamos, por qué a esto regresamos, en las guerras de la paz, como diría Olga Behar. En este informe concluyen que 182 personas han sido asesinadas en 44 masacres cometidas en lo que va corrido de 2020, el año de la pandemia, el año en que sigue fluyendo la tragedia en Colombia, en que nos seguimos bañando en las mismas aguas de la violencia, la corrupción, el narcotráfico, del poco valor que se le da a la vida, de la forma en que nos arrebatan la esperanza de paz y en la que la condición humana, nos obliga al aislamiento, al confinamiento, al riesgo de ser contagiados y al miedo a expresarse, a defender los derechos humanos, a ejercer el liderazgo social, a ser libre.

En este informe, a vuelo de pájaro, sin un análisis riguroso, en los municipios donde se han presentado más de una masacre, y en los departamentos donde más han habido estos crímenes de lesa humanidad, nos dejan la duda, no solo de si el río hablara, sino de que el clamor del pueblo exigiendo la presencia del Estado, de la fuerza pública, de la seguridad en nuestras fronteras —como lo exige la Constitución—, de oportunidades, de soluciones a tantas carencias, de voto libre, de servicios públicos, de trabajo digno, no pudieran detener el grito de los corredores de la economía de la criminalidad, que incluyen, entre otros, negocios mafiosos, el narcotráfico, la extorsión, la minería ilegal, la trata de personas, el mercado negro de armas, el contrabando de gasolina y otros productos, la violencia política, el miedo; el estruendo de las rutas de la muerte.

Allí a vuelo de pájaro, sin ameritar mayor análisis, se podría mencionar que distintos estudios han mostrado, históricamente, la presencia en estos territorios de grupos armados organizados, de bandas delincuenciales, de terror, de eventuales fraudes electorales, de corrupción, de economía subterránea, de falta de libertad política.

Rutas que bajan desde la triple frontera entre Colombia, Perú y el Brasil, por el río Amazonas al río Atrato, al golfo de Urabá, o que nos llevan al lago de Maracaibo desde la región del Catatumbo, o recorren los nudos y macizos que trifurcan la cordillera de los Andes para que por ahí bajen los grandes ríos de la Magdalena y del Cauca, que empalman por el norte y el occidente, respectivamente, con el mar caribe y el océano pacifico, con sus golfos, cuerpos de agua afluentes, valles, altillanuras, mágicas zonas como La Mojana o de serranías que nacen del litoral, que algunos llaman el equilibrio del mundo, como la Sierra Nevada de Santa Marta, serían, y han sido, los epicentros de crímenes contra la humanidad e incubadoras de ecosistemas de la criminalidad.

Al final de cuentas, además de estas cifras perversas de terror, que no son planas, sino implican vidas; si se le pone color al mapa, alfileres y líneas, se podría encontrar, de golpe, un eventual patrón: ¿será que las masacres se presentarían en los corredores entre los territorios montañosos donde se mezclan y se confunden los cultivos ilícitos, con los laboratorios de drogas y sus narcopuertos?, ¿será que esa monedita de oro, todos los actores armados la quieren, en su disputa territorial, así aún hayan muchas resistencias?

El fenómeno social del narcotráfico parecería que ha penetrado la mayoría de las esferas del país. Tanta riqueza y opulencia, qué paradoja, ha traído violencia y degradación. Así son las bonanzas, que solo dejan su hojarasca, que por agua llegan y por agua se van. Máxime si se presentan en los territorios olvidados, donde todo llega tarde, pululan la pobreza, la desesperanza, la falta de oportunidades, donde el que no está conmigo es mi enemigo, o se va o se muere; rutas del despojo y de la estela de sangre, muy ricos en su diversidad, que no es casualidad que sean los principales afectados por esta plaga, tipo mecedora, en la que sus habitantes, así lo rechacen o se organicen para oponerse, así lo deseen, le pidan a sus dioses o, hasta al Estado, no encuentran otra alternativa digna de generación de ingresos, de educarse, de encontrarse, de unirse para sobrevivir, para salir adelante, más allá de quedar en la mitad del fuego cruzado de actores armados que van, capos que vienen, sin poder, ni siquiera preguntarse: ¿cuándo los asesinos encontrarán la paz?

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