“Fui yo, pero otro me lo hacía hacer”, “algo fuera de lo normal me poseyó” o incluso “no sabía que eso era ilegal” son algunos de los testimonios que recogió y analizó un grupo de investigadores comandados por la antropóloga Rita Laura Segato en un complejo penitenciario brasileño en 1994. Suena sorprendente a la luz de la opinión pública, escabroso a la hora de manejarlo y totalmente increíble para nuestra moral. Pero lo que verdaderamente aterra es la cotidianidad de estos hechos. No se agota en el informe penitenciario, no es un asunto “patológico” sino una práctica diaria. Lo que Segato llama violación cruenta en su libro Las estructuras elementales de la violencia es esa forma de amenaza, efectiva o intencional, que ocurre en el anonimato de las calles, de los medios y de las cifras. Usualmente cabe dentro del calificativo de delito pero otras veces ni a eso llega.
Quizá se recuerda que precisamente en Brasil, un poco más recientemente, se hizo viral la noticia de una violación colectiva perpetuada a una adolescente de la que casi nada se conoce. Se trató, según testimonios y reconstrucción de hechos, de más de 30 personas que abusaron de ella en una favela de Río de Janeiro, en dos momentos del día distintos. Los presuntos implicados reiteraron que no tenían ningún vínculo con ella, que pese a haber posado en fotos y videos con el cuerpo inconsciente, expuesto y sangrando de la joven, manifestaron que la adolescente había accedido a tener relaciones sexuales. Esta versión fue desmentida por ella, y afirmó que solo había accedido a tener relaciones con uno de ellos, a quien reconoció como su novio. Tiempo después, al despertar de los efectos de los narcóticos, se encuentra rodeada de su propia sangre y de un grupo de hombres con fusiles y pistolas.
“Treinta pasaron por aquí”, fue el dantesco título que el autor de una selfie le otorgó a su trofeo y que luego colgó en las redes. Ese “aquí” sin lugar a dudas destruye la idea de humanidad detrás de la adolescente victimizada. No se trata de una persona, no es la dignidad de un ser humano; se trata de una propiedad, un territorio sobre el cual se puede colonizar y del que se puede alardear. Como un pedazo de carne que se consume, o un trozo de tela con el cual se juega, los cuerpos de las mujeres son deshumanizados, desvirtuados y hechos mercancía de circulación. A esto Rita Segato lo llama “la tragedia del género”, a los roles que se imponen a personas con morfologías corporales distintas. Tragedia que a unos los hace actuar como violadores, machos, campeones, conquistadores, y a otros los hace ver como cosas, materias primas, “tierra de todos” y posesiones ajenas.
¿Para que las fotos y videos si esto exponía a los agresores al universo virtual? ¿Para qué las armas si no iban a asesinar con balas a nadie? ¿Para qué? Hay que entender que esta enfermedad no acaba con la violación. Se viola para demostrárselo a otros, por eso las redes sociales fueron el medio más directo para legitimar la violación, no bajo una necesidad de satisfacción del deseo sexual, sino por la necesidad de demostrar la capacidad viril y la superioridad de macho-violador en entornos donde la masculinidad está siempre en un juego constante entre los hombres, como valor indispensable para ser y sobrevivir en un mar de violencia sin fin. ¿Qué es la violación? Es una presión del grupo sobre el sujeto violador, quien en ese sentido es violado también en su autonomía y poder de decisión. En suma, tanto hombres como mujeres son víctimas de la dominación, aunque evidentemente con consecuencias y posiciones distintas.
Lo que esto quiere decir, según Segato, es que la violación es un mandato destinado a los hombres para reproducir inconscientemente un estatus de superioridad por sobre lo que representa la feminidad e incluso las masculinidades cercanas a lo femenino. A los hombres nos supera esa necesidad de mantener nuestra posición, y por ello se explica que sea tan común entre violadores el desconocimiento de las causas que condenan el delito de violación. Simplemente su actuar no estuvo nunca en tela de juicio: violar era tan natural como comer. Siempre lo ha sido así para ellos.
Puede decirse que esto es algo estúpido, que la gente es ignorante, atrasada, que en suma se trata de una “mentalidad subdesarrollada”. Nada de eso, la cuestión está en otra parte. Si miramos los códigos de leyes de muchos países, hasta los albores del siglo XXI aún se contemplaba que la violación no era un delito en contra de las personas (las mujeres, entonces, no eran sujetos de derecho) sino un delito en contra de la costumbre, la moral o incluso la propiedad. Pero ¿propiedad de quién? No de las mujeres, no se trataba del cuerpo de ellas, sino de la propiedad de los hombres, hermanos, padres, esposos, tíos, como sus supuestos tutores y dueños.
En algunas ocasiones en Inglaterra, por ejemplo, cuando una prostituta era violada y denunciaba los hechos, solo se continuaba el proceso al tratarse de una violación al contrato. En palabras de Segato: “se consideran violación todas las infracciones al acuerdo, como la falta de pago del servicio, el pago con un cheque sin fondos, la no utilización o el abandono unilateral del preservativo, el intento de llevar a cabo prácticas sexuales no convenidas de antemano o el uso de la fuerza física”. Violación era la ruptura del contrato, no de la dignidad e integridad física, social y psicológica de la persona.
En Brasil durante los años noventa todavía existían en el Código Penal artículos que hablaban de delitos contra la propiedad en términos de cuerpos y sujetos (Art. 213 y 214, Ley 2848 de 1940). Los violadores procesados y luego estudiados por el equipo de antropólogos fueron juzgados por estos crímenes. En otras palabras, el cuerpo femenino era legalmente considerado una propiedad. Entonces no es cuestión únicamente de la psicología de los agresores, el sistema penal estaba basado sobre una consideración violenta que justificaba programáticamente la violación de mujeres y hombres. Así que no caigamos en la ilusión civilizacional que nos hace creernos más avanzados que en tiempos pasados.
Con el advenimiento de las luchas liberadoras de la mujer entraron en escena una serie de herramientas que favorecían la adquisición de ciudadanía de parte de la mujer (en su ejercicio democrático, laboral y de vida pública). La ciudadanía le dio estatus de derecho, es decir, le "dio humanidad" en el sentido moderno. Se consideró que la violación pasaba a representar un delito en contra de la persona, o en esencia de su cuerpo, y ya no contra la propiedad de otro hombre. Hubo un avance, sí, pero esto de ninguna manera permitió a la mujer librarse del yugo de la opresión encarnizada ni de la violencia cruenta. Más aún: permitió cambiar la afectación del delito, pero no cambió en lo más mínimo las estructuras elementales de la violencia. Estas estructuras permanecen sin cuestionamiento. Se desmeritan hipócritamente en campaña política y luego se reproducen sistemáticamente, sea hombre o sea mujer quien las denuncie y luego las reproduzca
Qué debemos hacer, cómo cambiar las estructuras de la violencia y eliminarlas de raíz, eso es algo que no tenemos claro aún. Pero es necesario exponer y describir estas situaciones con la mayor claridad para entender que la violencia está más cerca de lo que pensamos, como un mandato que nos hace comportarnos y mostrarnos a los demás de determinada manera, sea muy “femenina” o muy “masculina”. Estas simples representaciones de cómo yo me muestro en sociedad pueden tener las consecuencias más graves e inimaginables. Es necesario hacer consciente este mandato de violación que recae en nuestra psique, en nuestros cuerpos, pero que también está reglamentado y prescrito en nuestras leyes y formas de concebir la sociedad. Está en el lenguaje, en las prácticas, y usualmente se alimenta de otros ciclos violentos como la desigualdad, la distribución de la riqueza, la marginalidad política y los prejuicios raciales. Para entender la violencia sexual hay que entendernos a nosotros mismos, como sujetos y como sociedades con historia.