Como el personaje de la célebre canción infantil, Mambrú, muchos niños y niñas de Colombia se siguen yendo a la guerra. También como Mambrú regresan hechos trizas, aunque en este caso no en una caja de oro con tapa de cristal, sino en las horribles bolsas plásticas en que empacan sus cuerpos, o lo que queda de ellos, los mismos que se encargan de bombardearlos, como ocurrió recientemente por parte del ejército nacional en el municipio de Calamar, departamento del Guaviare.
Los matan porque, de acuerdo con el señor ministro de Defensa Nacional, Diego Molano, son “máquinas de guerra”; los mismos a los que cuando fue director del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, entidad encargada de la protección de la infancia en Colombia, consideraba, como en efecto lo son, víctimas del reclutamiento forzado.
Curioso el giro comprensivo que de uno a otro cargo ha dado el señor ministro, que no es otra cosa que una hábil maniobra para justificar a la luz del Derecho Internacional Humanitario (DIH), lo que en realidad fue una acción desmedida y carente de rigor en las tareas de inteligencia requeridas para este tipo de operativos.
Lo más seguro es que el objetivo de alto valor estratégico al que esperaban llegar con el bombardeo, alias Gentil Duarte, comandante de uno de los grupos disidentes de las antiguas Farc, esté ahora en su guarida riéndose del desacierto que con tanto bombo celebraron el ministro y los comandantes militares, mientras que dos familias lloran la pérdida de sus niñas de apenas 15 y 16 años, cuya muerte en el operativo ya fue confirmada.
Indigna la insania y la indolencia del señor Molano, que no solo muestra la doble faz de su moral de vividor como funcionario del Estado, sino que contradice también la incendiaria retórica del jefe de su partido de que “en Colombia no hay conflicto armado”, cuya existencia sería el único argumento válido para, en el caso que nos ocupa, invocar el DIH.
Si no hay conflicto armado no hay combatientes y no aplica el DIH, lo que invalidaría en derecho la acción del ejército y dejaría también sin piso las declaraciones del ministro, que de paso ignora que Colombia es firmante de la Convención de los Derechos del Niño de 1989 y del Protocolo Facultativo de la Convención del año 2000 relativo a la participación de los niños en conflictos armados, ratificado y obligado a cumplir por el Estado colombiano.
La convención exhorta la adhesión al interés superior de los niños y niñas y el deber de los Estados de garantizar sus derechos con medidas que promuevan su desarrollo y eviten que sean cooptados o utilizados por parte de los grupos armados; en caso de que esto último ocurra, los conmina a disponer de la atención y los servicios necesarios para lograr el regreso al seno de la sociedad y de sus hogares, además de promover la recuperación de su salud física y mental. El protocolo establece los dieciocho años como edad mínima para el reclutamiento obligatorio.
Hay que decir que lo que se dispone en la convención y en el protocolo facultativo está precedido por lo ya estipulado en el IV Convenio de Ginebra de 1949, relativo a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra, del cual los niños y niñas son beneficiarios, y el Protocolo II adicional de 1977, cuya finalidad es impedir que los niños y niñas participen en los conflictos armados y los considera sujetos de protección especial, aun si estuvieran participando directamente en las hostilidades.
Puesto todo esto en el escenario de la realidad colombiana, en especial en las zonas rurales, lo único que tendríamos para decir es que aquí es poco y nada lo que se hace en materia de lo que dispone la legislación para la protección de la infancia, pese a que, como ya se anotó, Colombia, siempre acuciosa cuando de las formalidades se trata, ha ratificado todos los tratados internacionales. Se obedece, pero no se cumple.
Somos un país en el que las formas de sobrevivencia y las lógicas de integración de los niños y niñas a sus territorios han tenido lugar en un ambiente en el que la guerra, qué dolor y qué vergüenza decirlo, fue quedando como el menos arriesgado de los escenarios para la realización de sus proyectos de vida, incluidas sus propias familias, en donde suelen también estar expuestos a todo tipo de formas de violencia: maltrato físico, violación y abuso sexual, principalmente, que es lo que finalmente los lleva a abandonar sus hogares y a buscar un lugar “más seguro” y de reconocimiento y representación en las estructuras de los grupos armados.
Son estos últimos los que han puesto las reglas de juego y definido los hitos alrededor de los cuales se han construido sus valores, pensamientos y condiciones simbólicas y materiales de vida; han sido ellos sus referentes de autoridad y los protagonistas de una institucionalidad fantasmagórica y paralela, que es al fin y al cabo la que ha gobernado en sus entornos.
De manera que el señalamiento del ministro como “máquinas de guerra” no solo es una afrenta a la memoria de las niñas sacrificadas y una burla a sus padres, madres y familiares que los lloran, sino un lavado de manos y el desconocimiento de la responsabilidad de un Estado que los ha condenado al abandono y la pobreza, y que ha cedido a los grupos armados y delincuenciales el ejercicio de su soberanía.
Tanto por su incapacidad para golpear a sus verdaderos enemigos, explicada en la mediocridad de sus resultados de inteligencia y operacionales, que le toca maquillar y completar con la sangre de inocentes, como ocurrió con los 6402 casos de asesinatos extrajudiciales, como por la participación demostrada de algunos de sus integrantes en el asesinato de firmantes del acuerdo de paz, lo que vemos es a un ejército que sigue revelándose como la más vergonzosa de las instituciones en Colombia.
Es claro que en el operativo de Calamar se violó el principio de precaución que obligaba a prever la presencia de las dos menores que en ese momento se encontraban en el lugar, razón para que se hubiera suspendido o pensado al menos en una alternativa que evitara al máximo que las niñas salieran afectadas. Pero es mucho pedir lo que solo sería propio de un ejército que se destaque por su profesionalismo, respetuoso del derecho y que no haya llegado al grado deshumanización y degradación ética que hoy muestran los soldados colombianos desde sus más elevadas jerarquías.
Se violó también el principio de proporcionalidad que llama a guardar medidas para la protección de personas y bienes civiles sujetos de especial protección, incluso de quienes estén presentes en el escenario de las operaciones en calidad de combatientes. Se deja de lado el principio de humanidad que pide no hacer uso de los medios e instrumentos de la guerra que no sean necesarios, con el fin de causar el menor daño posible al enemigo. En el caso que nos ocupa no hubo propiamente un combate, sino un ataque a un grupo desprevenido en el que, como se confirmó, no solo no estaba el objetivo contra el que supuestamente estaba dirigido el operativo, sino que había menores de edad.
Recordémosle a quienes tienen en sus manos las armas y uniformes de la nación que son ellos los primeros llamados a honrarlas y a no ponerse al nivel de aquellos a los que, en efecto, tienen la obligación militar y moral de combatir, y que desde luego no pretendemos exonerar de su responsabilidad.
De lo que se trata, finalmente, no es como dijo el ministro de la eliminación de lo que él llama “máquinas de guerra”, sino de la transformación de los entornos en los que han visto trascurrir sus vidas, mostrándoles que hay otros destinos posibles y dejando atrás esa idea de futuro izada en el autoritarismo y el poder de las armas, en el que tanto el Estado como quienes lo retan con sus acciones delictivas o con la pretensión de derrocarlo siguen erradamente cifrando sus esperanzas.
Si la guerra no hubiera llegado a vivir a su casa, Mambrú nunca se hubiera ido con ella.