Aunque las elecciones presidenciales serán el año próximo, lo previsible es que las candidaturas de quienes puedan llegar a ser elegidos cuajarán a lo largo de este 2021 que comienza.
Cada día transcurrido en estas “cabañuelas” nos pronostica que el protagonismo de la pandemia y sus telúricas repercusiones sobre la economía seguirán concentrando la mayor parte de la atención pública, de tal manera que la tarea de los dirigentes políticos y de los partidos, muy seguramente, va a restringirse a determinar quiénes serán sus candidatos.
Y no es una tarea de poca monta. Al fin y al cabo se trata de la preselección de quién gobernará a nuestro país durante otro largo y fugaz cuatrienio.
Yo sé que la política de hoy es casi que incapaz de ir más allá de la refriega obsesiva por el poder y que en esas circunstancias son dos las consideraciones básicas que mueven a los jefes políticos para definir a sus pupilos: considerar que sean candidatos que puedan ganar y, segundo, que una vez ganadores les sean los más “leales” posible o, cuando menos, lo menos “desleales” posible. No obstante, los ciudadanos que no estamos metidos en esa pelea por el poder quisiéramos que la escala de valores de la escogencia se abriera a otros horizontes y que los jefes tuvieran en cuenta otros criterios, tal vez menos “políticos”, a la hora de escogerlos.
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Dos consideraciones básicas mueven a los jefes políticos para definir sus pupilos: que sean candidatos que puedan ganar y una vez ganadores les sean los más “leales” posible
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Sabemos, además, que no importa cuáles sean las verdaderas e íntimas motivaciones de las escogencias, todas, absolutamente todas, irán aparejadas de rutilantes argumentos ideológicos y programáticos que las vistan para intentar dotarlas de algún grado de presentación social y de legitimidad. Habrá quienes se justifiquen porque se presentan como de derecha o de izquierda, no faltarán quienes se vendan como indispensables porque asumen una o otra de las tantas posturas que existen frente a eso que llaman género, tampoco escasearán los que sigan empecinados en encasillar la historia de Colombia en los estrechísimos confines de esa mesa de conversaciones con las Farc que hubo en La Habana.
Así será y frente a eso no hay nada qué hacer.
Sin embargo, no está de más hacerles a los jefes políticos un llamado de humanidad y de responsabilidad; como podrán percibirlo, no se necesita ser el más aguzado de los analistas para entender que los riesgos que corremos son muy grandes y que una de las peores amenazas del mundo se cierne sobre las conquistas democráticas de nuestras sociedades.
Por lo pronto, se me ocurre sugerirles que los candidatos que nos presenten reúnan, como mínimo, estas cinco cualidades elementales:
1- Que sean buenas personas. Que tengan un sentido básico de la dignidad humana y del bien común. Que no amanezcan todos los días pensando a quién le hacen un daño, sobre quién exorcizan alguno de sus resentimientos o qué negocio se inventan para meterle la mano a los dineros públicos.
2-Que tengan un claro compromiso con la democracia. Que tengan claro que fueron elegidos, que lo que reciben no es una propiedad privada de ellos y que, llegado su momento, deben devolverlo, ojalá fortalecido y más libre y justo.
3- Que sean personas de carácter. Que sobre su carácter puedan ejercer el liderazgo que debiera tener todo gobernante. Que unos y otros, los ciudadanos y sus subalternos de la administración podamos creerles y saber a qué atenernos.
4- Que no padezcan de eso que no encuentro más cómo denominarlo que el Síndrome de Blanca Nieves. Es que a las nuevas generaciones de políticos, cuando llegan a los gobiernos, parecieran aquejarlas una especie de complejo que las conduce a rodearse de enanitos. No sé si es que se sienten inseguros cuando tienen a su lado a personas con trayectoria y carácter que en un momento dado puedan exigirles más reflexión y seriedad que las que tienen. Es clave que comprendan que rodearse de la mayor experiencia posible es muy importante.
5- Y, por último, que no vayan a ser muy muy feos. Como en Colombia a los presidentes terminamos viéndolos hasta en la sopa, es clave que no sean tan tan feos como para que alcancen a impactarnos el estado de ánimo o a deteriorarnos aún más el sentido estético. Y no refiero a que nos presenten a un Robert Redford ni a que la feura pueda depender del tamaño de la nariz, del mal zurcido de los labios o del esfumado del cabello. No. Simplemente se trata de no nos pongan a nadie cuya alma torva se filtre a través del rictus escabroso de su mirada.