Cuando Javier Fernández está narrando un partido de la Selección Argentina, todos los jugadores blanquicelestes son Messi. No importa si sean largos y flacos como Di Maria, o corpulentos como Higuaín, el cantante del gol, en medio de su supina ignorancia, no se complica la vida y bautiza a todos con el nombre del astro del Barcelona. La licencia literaria se traslada a Brasil en donde todos son Neymar y a Colombia en donde todos son James.
A diferencia de otros países, para ser narrador de fútbol en Colombia tan sólo se necesita tener buena voz. Los cazatalentos van a los Karaokes del centro a buscar borrachos que sepan cantar bien una ranchera. Los bañan, les dan un café bien cargado y los suben en un avión. Los borrachos, con los ojos hinchados y la garganta seca, se sientan frente a una cancha y allí, como pueden, empiezan a lanzar sus ensordecedores gritos. El balón puede elevarse diez metros por encima de la portería. Igual gritarán como posesos.
El narrador colombiano está hecho a la medida del televidente colombiano: es poco riguroso, pasional y en el fondo ni siquiera le interesa el fútbol, lo que le importa es que el equipo ese amarillo haga goles, para así bolear con libertad harina, desempolvar la nueve milímetros y descargarle a una nube el proveedor y emborracharse durante un mes hasta que lo único que haya para empeñar sea la porcelana del inodoro.
En radio el nivel es diferente. Tato Sanín emociona e Iván Mejía pocas veces se equivoca. Ni hablar de Hernán Peláez, cada vez que exhibe su estilo mesurado ideal para recordar que el fútbol es tan sólo la cosa más importante de las menos importantes. En televisión hay que hacer un esfuerzo supremo para contener la náusea. Javier Hernández Bonnet teoriza sobre el concepto de gambeta y Gustavo Alfaro se muerde los labios para no reírsele en la cara. El Urrego ese abre la boca solo para mandar mensajes de optimismo y Javier Fernández es tan ignorante y cándido que me despierta ternura: faltan 30 segundos para que el partido termine y Colombia pierde tres goles por cero. El cantante está ahí, con su fe inquebrantable y los ojos desorbitados, diciendo que Dios, que es colombiano, iluminará a Bacca y empatará el el partido. Tanta ignorancia por supuesto que trae mala suerte. A los idiotas no los quiere Dios.
Me da pena con ustedes, pero si bien el nivel del fútbol colombiano se ha emparejado con los uruguayos, argentinos y brasileros, el periodismo deportivo televisivo sigue ahí, en el sótano, disputándose el último lugar con los venezolanos, bolivianos y jamaiquinos. Son comentaristas poco rigurosos que lo único que les interesa es vender humo, ilusiones, despertar las pasiones básicas. Lo que ellos hacen es un insulto al fútbol y revalidan todo lo que los despotricadores del deporte rey afirman de que es opio pal pueblo: pan y circo. Pero la culpa no la tiene el fútbol, la tienen estos señores que, al no sentir la verdadera pasión, son capaces de cantar durante tres minutos un gol que le hagan a Colombia. No hay lógica. Entiendo a Caracol, si le llegaran a poner un poquito de sentido común perderían a buena parte de su alcoholizada audiencia.
Por lo pronto deberé hacer lo que siempre hago cuando juega la selección: encerrarme en un cuarto y poner el equipo a todo volumen con la música que me gusta, mientras en la pantalla Colombia y Ecuador vuelven a jugar uno de esos partidos que tanto nos gustan, compañero.
Publicado originalmente el 5 de agosto del 2015
