Ser mejores no depende de riquezas ni conocimientos, solo la espiritualidad da fortalezas para crecer, renacer y eso emana del alma de los azerbaiyanos. Si el espíritu no es fuerte, odios, resentimientos y envidias, pueden hacer daños que serían irreversibles, insuperables.
Durante tres décadas, tropas armenias ocuparon territorios azeríes, donde casi desaparece todo, destruyendo con la nefasta y hasta macabra ideología de arrasar, quemar, borrar, vidas y legados.
En Jabrail, sobre una colina, hay un cementerio que fue saqueado: lápidas de más de un siglo rotas al pie de huecos donde hubo tumbas y cráneos sin dientes esparcidos. Pareciera inverosímil, pero los soldados armenios cobraban 100 dólares la hora a quienes quisieran extraer osamentas para quitarles piezas de oro con la que adornaban dentaduras y prendas.
A metros del camposanto están las ruinas (muros inundados de malezas) de las casas donde moraba gente pacífica que sacaron de sus tierras; no pude ir hasta allí porque minas acechan.
Al estar allí, sentí impotencia y dolor, me llegaron energías que emanaban de ese árido paisaje, y uno de los guardianes del lugar, un policía, junto a mí, me mostró donde estuvo su hogar en la niñez y el sitio en que fue enterrada su amada abuela. Ese aguerrido azerbaiyano, aun conteniendo emociones, estaba muy firme en sus convicciones de devolver paz a sus ancestros, esperanzado en el porvenir. Unimos sentires fundiéndonos en un cálido abrazo.
De salida bebí agua del Manantial de la Amistad, que hoy resurge porque los ocupantes le habían secado, destruyendo rostros de pintorescas figuras que todavía se pueden ver en un mural pictórico creado hace medio siglo. ¿Acaso rompieron las caras para no sentirse reprimidos por el vandalismo, envidiando la grandeza del arte azerí, o por miedos? Hoy está siendo restaurado, ¡ya hay agua! Refrescante y deliciosa, que me recargó para seguir adentrándome en el Azerbaiyán liberado.
Entre imponentes montañas, sobre la más alta, está el corazón del alma de la cultura azerbaiyana: Shushá, la mítica ciudad que tanto quieren los azerís
–sentí la explosión de emociones de mis acompañantes, embriagándome con la dicha de llegar al bastión cultural que fue mancillado durante casi 30 años–. Ver y respirar a Shushá me humanizó más.
Ahora es una ciudad que reconstruyen, en tiempo récord, y la están haciendo mucho más hermosa de lo que fue antes de la ocupación. Las mezquitas reviven; los edificios recobran su esplendor; las plazas, reverdecidas como la principal, donde están las estatuas (entre ellas la de la poetisa Nataván), tienen huellas de los disparos de irracionales que fusilaron esos monumentos descargando odio. Pero ahí están, rescatadas, bellas, igual que la iglesia ortodoxa Gazanchí y el emblemático castillo de Shushá frente a la llanura de Jidir.
Shushá, que parecía inexpugnable para los ocupantes, fue liberada gracias a la osadía de los valientes soldados de las tropas especiales azerbaiyanas, quienes escalaron por un farallón muy empinado, casi vertical, centenares de metros, subiendo hasta con sus compañeros heridos sobre espaldas, en plena madrugada, para irrumpir en la ciudad donde tras cruentos combates lograron la victoria anhelada por millones de azerbaiyanos, que al volver a tener Shushá sintieron como si les devolvieran el alma a sus cuerpos.
La ancestral Shushá, mítica por tanta riqueza cultural, en muy poco tiempo será una de las ciudades caucásicas imperdibles para los ciudadanos del mundo que quieran ver y sentir esas buenas vibras que son tan necesarias para quienes estamos ávidos de espiritualidad.
A la humanidad le duele cómo quedaron las ciudades niponas que fueron destruidas con las bombas atómicas, empero, sepan que existe la Hiroshima del Cáucaso, Agdam, urbe azerbaiyana que fue destruida totalmente y saqueada (los ocupantes se robaron hasta las tuberías sanitarias). De hecho, cortaron árboles y quemaron sus raíces para que nunca volvieran a vivir, acabaron con un palacio de casi dos siglos, el Museo del Pan (uno de los primeros en el mundo), y el edificio del Teatro de Drama. También arruinaron mezquitas donde soldados armenios criaban animales.
En Agdam, que significa “techo blanco” –por el predominio de rocas blancas con las que construían hogares y edificaciones–, solo dejaron en pie una mezquita, y porque la necesitaban como punto de observación. Y lo que fuera el vistoso estadio de fútbol originario del famoso equipo Karabaj (que llegó a empatar par de veces con el Atlético Madrid) fue convertido en un campo inundado de hierbas y montículos de rocas donde estaban las gradas.
Agdam está llena de minas, miles de minas antipersonales plantadas para sabotear que el pueblo azerbaiyano pueda volver a repoblar sus territorios de toda una vida. Sin embargo, avanza el desminado, así como un ambicioso proyecto de reconstrucción en el que, muy disciplinadamente, se trabaja, aunando recursos y voluntades. Esto convertirá a Agdam en una ciudad muy moderna, inteligente, tornándose en una de las urbes más impresionantes del país y del Cáucaso.
En Azerbaiyán vi los vestigios del infierno en la tierra gestado por los resentimientos y el odio de los ocupantes; pero he aprendido de los azerbaiyanos que con espiritualidad y tesón se puede resurgir, renacer, más fuertes, mejores personas.