En el colegio, Bogotá le escondía los cuadernos a Medellín. Medellín siempre las mejores notas, la más cálida, la maleta más bonita, la lonchera con refresco y chocolatina*. Y Bogotá, todavía niña y sin maquillaje cuando Medellín señorita, de pantalón descaderado y novio deportista.
Bogotá era seria y le decían que sonriera, que no fuera tan brava —y no era brava, era reservada, es distinto—. Era introvertida y deliraba con una juventud cortazeana en Buenos Aires con la que, ya más grande, cree que en realidad deliraban también los de esos tiempos. Bogotá tomaba vino de caja en noches heladas y nubladas en casa de algún amigo (bogotano también) porque había toque de queda en esa época y porque no sabía bailar. Mientras, Medellín parecía de veintitantos y salía con muchachos mayores y montaba en moto y bajaban volados por Las Palmas para luego comerse una arepa con chorizo donde Doña Rosa, sin engordarse.
Bogotá querría haber nacido en el Cali de Andrés Caicedo y oía rock and roll y se ponía mochila y pantalones holgados pero querría haber sido más como una de esas chicas desenfrenadas y tremendamente sexis y saber bailar como esas caleñas o caminar con la espalda erguida, como flotando por el mundo, como Barranquilla o poder sonreír y ser sinceramente amable sin sentir que se le entumía la cara como Medellín.
Porque Bogotá ni siquiera era hija de bogotanos. Era la “prima rola” y pasaba vacaciones en otros lados y nada tenía en verdad contra las otras, le parecían queridas, bonitas, inteligentes, Dios mío, las miraba entre admiración y recelo. Y sí, le decían que loma es loma y lo demás se inunda pero Bogotá ya era muy montaña (¡2600 m!) y ella lo que era, era montañera.
Y a veces veces Bogotá trataba de ser la más respingada, la que seguía las últimas modas internacionales y que todo el resto era como provinciano. Se vestía con lo último de Milán y ponía restaurantes como los últimos de Miami e intercalaba en su chirriadísimo cachaco una que otra palabra en francés o inglés: lo niños eran gamines y la glorieta round point.
Otras veces, sin aparente contradicción, Bogotá era medio mamerta y a este país lo que le faltaba es de todo, y descuidaba estar limpiecita y presentable (para qué, eso tan light), descuidaba que hubiera parques bonitos y que hubiera un espacio público agradable y que no pareciera bombardeado, porque eso era como burgués, como europeo y vieran como se está quebrando Europa (y sí, pero vieran también como le cambia la vida a la agente un andén amplio y sin huecos). Y se ponía gris y agresiva y fría.
Pero Bogotá, no crean, en su afán por definirse (porque, al fin de cuentas, qué es ser bogotano) resultó ser la prima que quería irse de viaje, la que iba a oír música chocoana a la Candelaria, a bailar salsa (y a aprender grande), a comer sushi y a hacer yoga. Fue la prima que se fue unas vacaciones al Vichada y otras a la Guajira y compró mochilas y alpargatas y las combinó con la chaqueta de cuero que le encargó a un amigo de Argentina y descubrió que se podía tener rastas o tener el pelo cortico y que no era feo ser plana y que no era necesariamente chirri y de punketo andar con Dr. Marteens.
Y entonces Bogotá oye jazz y rock and roll y va a Cinearte y después de eso nos vamos a un Jam en Chapinero y, si no hay plan, basta con una cerveza artesanal y un buen parche de amigos. Y a esos planes la acompañan Medellín y Cali y Barranquilla, que vinieron a estudiar, y en verdad son muy amigas, sin rollo. Bogotá aprendió más grande que no son tan diferentes y a ser menos seria, a bailar salsa (nunca tan bien), a ponerse bikini (quizá no tan sexy). Eso si, va a ser la última en casarse (si se casa) pero ese es el precio-beneficio de haber crecido un poco en el caos y desubicada pero también de haber podido jugar a escoger (tarea siempre inconclusa) quien es.
Y es que Bogotá, es una china inteligente y en el fondo honesta y cuando en un bus pagan desde atrás, la gente pasa el cambio y no se pierden ni 100 pesos. También es una mujer complicadísima, con miles de problemas en casa, e injusticias y desórdenes que no son tan distintas de las de otras familias, solo que aquí somos muchos y se ve mucho, y es tan grande que es agresiva y peligrosa y cuando está en estos días descuidados se pone gris porque hay mucho mugre y mucho polvo y nada como el mugre y el polvo para bajar los ánimos.
De ahí la belleza de los meses de vacaciones. Que incluso para el que trabaja, sale el sol (si tiene suerte de tener un puesto que medio de a la ventana) y hay menos tráfico y ve que en Bogotá hay de todo y se ven niños en la calle que se ríen duro y es toda tan distinta y toda tan interesante y entonces Bogotá se acuerda de que ella es así, caótica pero infinita, de muchos colores. Como esa canción de los Rolling Stones, She’s a rainbow.
*Me robé esta frase de mi buena amiga Inés Elvira