Vivimos en un país donde la moral se estira o se encoge según las conveniencias.
En una liga de fútbol mediocre, que aún no se recupera de los oscuros intereses que la permearon hasta los cimientos, la llegada de un jugador con un pasado sexual cuestionable, la convirtió en el paradigma de la moral.
Braulio Nóbrega, un futbolista de los que apenas asoman la cabeza entre el montón, llegó a reforzar la delantera del club Los Millonarios. La lupa de los medios, sin embargo, le sacó a relucir de su pasado un episodio de violencia sexual por el que ya pagó judicialmente y quién dijo miedo.
La directiva del club se reunió de urgencia y con un vade retro Satanás, impidió su contratación. El club Patriotas quiso pescar en río revuelto y lo contrató, pero el escándalo subía de tono y desistió de la operación a las pocas horas.
Caras satisfechas se vieron en todos lados. El fútbol se había preservado de un individuo maligno y se le mandaba un mensaje a la sociedad. Nadie, con una calidad moral tan baja, tiene cabida en el sagrado templo de nuestro deporte insignia.
Ni más faltaba. Son los tiempos de James y Cuadrado, de nuestro querido capitán Yepes, del imparable Ospina, del Tigre que, para alegría de todos, está de regreso con goles, y de un Pekerman, señor a todo honor, al que se pugna porque siga con la Selección.
¿Pero será verdad tanta belleza?
Mientras nuestros legisladores se tapan con la misma cobija e impiden que un cuestionado senador sea requerido para que responda ante el país por sus presuntos vínculos con el paramilitarismo, las vestiduras se rasgan porque un futbolista tiene en su pasado una mancha judicial.
Estas almas pías que callan ante el contubernio parlamentario, son las mismas que elevaron al altar de los dioses a un portero no sólo famoso por sus escorpiones, sino por su cercanía cómplice a uno de los más siniestros criminales que se recuerden, mientras el país se desmoronaba de dolor por el reguero de víctimas que dejaba a su paso.
Las que, igualmente, tienen en el olimpo al entrenador que daba las gracias a este tipo de patrones por su “ayuda” al fútbol colombiano, y recuerdan con orgullo, en una serie de televisión, los “logros” de una selección mafiosa, con triunfos engañosos y derrotas vergonzantes.
Un fútbol tan corrupto que obligó a nuestros mejores deportistas a huir de él para terminar de formarse y poder descollar como nunca antes había pasado. Gracias a este éxodo, lejos de las componendas, las intrigas, el amiguismo, la corrupción y las trampas, consiguieron salir adelante.
Moral de bolsillo. Quizás por eso cada que aparece una temporada más de El Capo en televisión, el rating se disparan y todos quieren ver en qué va la vida de Pedro Pablo León Jaramillo, un mafioso de mentiras al que los avatares de un libreto convierten en héroe, redentor y mártir.
Pero nos importa un comino que en el Chocó o La Guajira, un espectáculo dantesco de miseria y corrupción mate de hambre a miles de niños y que los paramilitares regresen a la libertad con sus fortunas intactas y sus verdades guardadas.
Somos lo que somos y por eso la mitad de los electores escogió el “todo vale”, mientras el resto se santigua en la mañana, se alza de hombros el resto del día y peca en la noche. Al fin y al cabo somos el país de los empates, donde un Padrenuestro no se le niega a nadie… de la redención hablamos en el almuerzo.