Serie '33 lecciones para construir la paz'. Capítulo 7: la lección de la justicia

Serie '33 lecciones para construir la paz'. Capítulo 7: la lección de la justicia

La virtud más difícil parece ser la justicia. Por eso el célebre escritor Víctor Hugo dijo en alguna ocasión: "ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo".

Por: Juan Mario Sánchez Cuervo
mayo 27, 2023
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Serie '33 lecciones para construir la paz'. Capítulo 7: la lección de la justicia

“La impunidad es hacerle un guiño de ojos a la guerra y a la violencia generalizada”.

No creo equivocarme si afirmo que la virtud más difícil de alcanzar es la justicia. Por eso el célebre escritor Víctor Hugo dijo en alguna ocasión: ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo. Así mismo, esta virtud está íntimamente relacionada con la ley de la correspondencia, la cual es desconocida por la mayoría de las personas. Dicha ley (que es dirigida y controlada por una infinita sabiduría) será tema de un capítulo posterior; sin embargo, he aquí un interesante abrebocas: cada quien vive, experimenta y recibe lo que le corresponde y merece (justicia); de ahí que cada individuo debería asumir con estoicismo su propio destino. Es decir, de su parte hacer el ciento por ciento para superar determinada dificultad, pero en última instancia, confiar  en el perfecto proceso de la vida. En este sentido, si las experiencias dolorosas son asumidas y aceptadas con serenidad, entonces lo más lógico es que alcancemos  determinado nivel de comprensión (nivel de consciencia). Por ejemplo, comprender algo muy importante y trascendental: no debemos cometer siempre los mismos errores. Es tan así que nadie pasa al siguiente curso o nivel si no supera las pruebas o tareas que le fueron asignadas; es decir, hasta que no aprenda las lecciones que le corresponden. Tal como funcionan en este mundo las escuelas del proceso enseñanza-aprendizaje, en igual medida funcionan las escuelas en el mundo espiritual.

De manera análoga, en esta dimensión, plano o mundo chapucean personas cuya torpeza, prepotencia e ignorancia son llamativas. No obstante se creen muy astutas e inteligentes porque se pasan la vida haciendo trampas, sobornando y poniendo en práctica todas las formas de la corrupción. Están convencidas de que pueden quebrantar impunemente la Ley. Ni siquiera calculan que  caerán en la propia trampa que construyeron: de cada engaño, mentira y delito tendrán que dar cuenta. Lo anterior quizás les suene a moralismo trasnochado, y no es así. Hoy por hoy contemplamos que ya empezó a predominar una escala vergonzosa de antivalores. Y así las cosas, todo lo relacionado con la ética y la espiritualidad es pordebajiado por los cínicos. La Justicia (con mayúscula) tiene connotaciones universales, y por eso rige para todos los mundos y estados de conciencia.

Por otra parte, las mentes apresuradas e impacientes (inmediatistas o que no ven más allá de sus narices) alegarán en su intolerancia y desesperación que urge tomar la justicia por la propia mano, dado que no existe justicia humana. Hablan desde el desconocimiento, y como dijo Buda: la noche más oscura es la ignorancia. Insisto en este punto: el que actúa desde la ignorancia espiritual es un tonto a la enésima potencia, pues se engaña a sí mismo. En todo caso, sus faltas no pasarán de largo ante la Ley  universal a la que no se le escapa ni una tilde ni una coma y ni una sola deuda contraída contra el bien común (amor fraternal).

Conforme a lo precedente, una paz relativa en cualquier nación de la tierra no será una realidad mientras no haya atisbos de justicia. De ahí que la impunidad vaya en contravía de la sana convivencia entre los hombres. La impunidad es como hacerle un guiño de ojos a la guerra y a la violencia generalizada. Pero ya enuncié que la justicia llega en su debido momento y lugar: aquí, allá, más allá, adentro, afuera, arriba, abajo, antes, ahora o después. Observen con atención esos adverbios de tiempo y lugar. No los enumeré por mero capricho.

En otro orden del presente análisis, alguien argumentará que los grandes tiranos, los criminales, potentados y políticos corruptos  disfrutan de éxito, fama, ostentación, placeres y riquezas. No obstante, estos ítems no son indicativos de felicidad. Además, qué sabes tú, o qué sé yo de lo que acaece en el corazón, en la mente, en la conciencia o en el organismo de una persona que le hace daño a sus semejantes. Cuántas veces un rostro henchido de orgullo (y, que de paso, exhibe una sonrisa hipócrita) oculta una tormenta interior que le quita hasta el sueño. En cambio, sólo pueden dormir tranquilos los justos, las personas honestas y que caminan en rectitud. En esencia, son felices aquellos que se olvidan de sí mismos para hacer felices a otros; esto es, los que gozan de paz interior, de buena conciencia y practican el amor incondicional. Sí, el amor incondicional es una especie de paraíso. En contraposición, hacer el mal; es decir, generar sufrimiento en los demás (y,  en general, en el entorno) es causar para sí mismo una especie de infierno. Y salvo que el actor de estos daños sea un demente (cuyo lóbulo frontal no le dé para un mínimo de empatía), deberá responder por sus acciones. Y no me atrevo a inmiscuir en esta exposición el tema de la culpa, término que sí tiene connotaciones religiosas y moralistas. No. Hablo de la responsabilidad que debe asumir toda criatura humana, en cuanto que fue creada a imagen y semejanza de la Divinidad.

Desde otra perspectiva, las instituciones que administran justicia en el mundo padecen actualmente una grave coyuntura. Es imperativo categórico que no se distancien de la neutralidad, la imparcialidad, la incorruptibilidad y transparencia que le son consubstanciales. De lo contrario el mundo caerá en las garras de un relativismo extremo, o lo que es peor, en las fauces de un monstruo que niegue la existencia del mal y de sus nefastas consecuencias. Es más, presiento que en un futuro no muy lejano se podría imponer una tergiversación de la realidad, a través de la imposición de un sistema de antivalores escandaloso. Los exabruptos serían catastróficos: el bien sería exhibido como si fuera el mal, mientras que el mal sería puesto como ejemplo de lo racional y conveniente. Un mundo en el que se premiaría a los criminales, y se perseguiría a los buenos. Mejor dicho, el infierno en la tierra. Amables y perseverantes lectores, observen la realidad objetivamente y díganme si un atisbo  de ese desorden de cosas no se percibe desde ya. Pero aún estamos a tiempo de evitar el caos.

Nota Bene: estos son los peligros que amenazan a las instituciones que administran justicia, dada una eventual intriga de los corruptos, de los intereses oscuros de los inescrupulosos, o de los que se amparan en delincuencia internacional. En la futura coyuntura que se vislumbra, sólo la ética y la espiritualidad (la luz) podrán rescatar al hombre de la noche oscura de la sinrazón. Porque estoy convencido de algo: se viene una gran crisis en todas las instituciones, las cuales siempre se rigieron por  las leyes y los valores conexos al bien común: lógica, raciocinio, filantropía, respeto, equilibrio, orden, libertad, sensatez, inteligencia, prudencia, tolerancia, empatía… en una palabra, justicia que es la misma Ley.

Termino esta lección con una  noticia muy positiva: si el caos estableciera un nuevo sistema cimentado en la ilegalidad; es decir, a partir de una ruptura anti-epistemológica, el equilibrio en la balanza retornará. Por la ley del equilibrio universal las cosas regresan siempre al cauce de la normalidad. Esto es cierto para todos los sistemas u organizaciones del universo. Por ejemplo, si colapsa una civilización, bien por agotamiento, exceso, degeneración, extremismo, o ya sea por una encrucijada en las que no hay ventanas para respirar ni vías de escape en el marco de un bloqueo irremediable o punto de no retorno… la Ley interviene. Guardo la esperanza, lectores míos, de que muchos de ustedes sean testigos de una pronta intervención (de otra dimensión) en el mundo que nos correspondió vivir.

Posdata: próxima lección… la valentía.

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