Ningún aparato ideológico puede derrotar al hombre verdaderamente libre:
es la única defensa del individuo ante la masa
¿Y qué es la libertad? Desde mi humilde punto de vista, la libertad tiene que ver con la oportunidad de ser lo que uno es, y poder actuar conforme a lo que uno piensa y expresarse en tal sentido. O bien, que el individuo pueda vivir de tal manera que ninguna persona ni institución (Estado) ni ningún aparato ideológico pueda limitar ese potencial. Y complemento tal concepto con esta idea-fuerza: ¡Pase lo que pase y suceda lo que suceda, ese es el ideal de libertad por el cual hay que luchar! Espero que el lector que sigue el curso de estas lecciones de paz calcule el alcance de mi noble, aunque atrevida definición.
En consecuencia, sobreviene la inevitable pregunta: ¿somos libres? Me parece que precisamente ésa es la pregunta más repetida en la filosofía de la historia y en la historia de la filosofía. Al respecto, existen dos posturas radicales y otra relativa. La primera postura radical niega la libertad como posibilidad y atributo humano: es el determinismo. Esta visión (un poco trágica y fatalista) considera que el individuo es arrojado a la existencia para padecer su propio destino; y, de tal manera atrapado entre fuerzas ineludibles, no tiene escapatoria. Un dios o dioses lo han predestinado a soportar determinadas experiencias (satisfactorias o insatisfactorias), y el individuo nada puede hacer para evitarlas. La literatura clásica (especialmente las tragedias griegas) describe con riqueza de personajes y gran belleza artística el destino del hombre arrojado a un mundo azaroso y terriblemente incierto. Por su parte, los existencialistas plantean lo absoluto de la libertad. Así las cosas: yo no puedo no elegir. Incluso, si elijo no elegir, ya he tomado una elección desde la libertad. Además, los filósofos existencialistas llegan a esta conclusión: la existencia precede a la esencia. La vida es un hacerse: conforme a mis decisiones y las experiencias que asumo (con mis actos) voy construyendo mi esencia (lo que realmente soy). Para el ejercicio de mi libertad (según los existencialistas) sólo tengo una dificultad: los demás. En este sentido, Jean Paul Sartre afirma: “el infierno son los otros”.
Respecto a la postura de una libertad relativa, coincido totalmente con ella. Desde esta perspectiva, hasta cierto punto y también con ciertos límites somos libres. Yo no elegí la existencia: me la impusieron. Tampoco elegí a mis padres ni a mi patria y mucho menos mi genética, etcétera. De hecho, la misma muerte vendrá como una imposición, y quizás fuerzas externas incidan en ella… todo eso está fuera de mi control. Sin embargo, desde otra visión sí soy libre: pienso y elijo mis pensamientos; poseo fuerza de voluntad, consciencia, percepción e inteligencia; y, en general, de acuerdo al uso de razón, tomo decisiones espontánea y libremente. No obstante, los demás podrían afectar mi libertad con sus comportamientos y actitudes. El Estado, los aparatos ideológicos, la maquinaria oscura del poder… podrían también coartar mi libertad. Es cierto que de alguna manera me condicionan. Por ejemplo, yo no puedo hacer todo lo que quiero hacer. Ni siquiera puedo decir todo lo que quisiera decir ni escribir todo lo que quisiera escribir. Esa maquinaria oscura me aplastaría como si yo fuera un bicho kafkiano. A pesar de todo eso, puedo pensar, creer lo quiera y sentir como quiera. Puedo volar con la imaginación. Puedo soñar, y nadie podrá meter sus puercas manos en el pulcro y fértil jardín de mis sueños: hasta allá no llegan los tentáculos de la maquinaria del poder de este mundo. Tengo lo más importante: libertad interior, la más maravillosa de todas las libertades.
Dispense el amable lector el tono intimista del presente capítulo, pero es un tono necesario, pues nada más personal o individual que la libertad. A continuación otra pregunta importante: ¿todos poseemos libertad interior? Me atrevo a exponer una respuesta categórica: ¡no! La libertad interior se pierde cuando te conviertes en esclavo. No hablo de la esclavitud de grilletes, cadenas y demás antiguallas medievales. Me refiero a la esclavitud ideológica, tecnológica, incluso la sumisión sexual o afectiva. ¿Un ludópata es libre? ¿Acaso un fundamentalista religioso es libre? ¿O es libre un sectario o fanático de algún político? ¿Un hombre adicto a las drogas o adicto al sexo goza de libertad? El mundo actual se llenó de esclavos que ignoran su condición de esclavos. Es más, aman su esclavitud y adoran a sus amos. El odio, el miedo, el vacío afectivo, la dependencia a los dispositivos electrónicos… todo esto y mucho más está creando una generación de esclavos; es decir, sujetos sin autonomía, y a los que les encanta que piensen y decidan por ellos.
Atención: nadie puede liberar a nadie. Cada cual debe forjar su propia independencia y libertad interior. El individualismo (en oposición al sectarismo) es una alternativa. No sobra aclarar que individualismo no es sinónimo de egotismo. Por el contrario, consiste en la defensa de la humanidad ante la peligrosa amenaza de la masa enceguecida… Esa turba radical que es arrastrada por la maquinaria de cualquier extremo político o religioso.
Por otra parte, la libertad interior se impone ante cualquier amenaza exterior. Imagínense, por ejemplo, el peor de los escenarios: verbigracia, el que plantea el gran escritor y visionario George Orwell en su célebre novela 1984. Lo que anticipó no sucedió en la década de los ochenta; sin embargo, ya se ven adelantos de su premonición cuarenta años después. En efecto, es muy factible que la inteligencia artificial manipulada por un monstruo de la política pretenda llevar a cabo lo que ni Dios haría (Él respeta el libre albedrío): controlarnos obsesivamente, monitorear todos nuestros actos y emociones. Usted, aquella, aquellos, todos… podríamos ser seguidos o rastreados incluso en actos tan íntimos como ir al baño. Sí, una pesadilla hoy por hoy para nada inverosímil. La defensa del individuo ante una eventualidad tan dantesca como ésta sería el sentido del humor. En un capítulo anterior dije que la inteligencia artificial jamás estará dotada de consciencia ni del sentido del humor. La consciencia y el sentido del humor detonarían en ella un corto circuito.
Por último, Dios nos otorgó un privilegio invaluable: el ya mencionado libre albedrío. Él creó seres libres: personas, individuos, no robots ni máquinas. Ningún Gran Hermano, ningún aparato ideológico con toda su terrible maquinaria, podrá doblegar la inmensa determinación de un hombre que posea auténtica, digna e inalienable libertad interior. Por esa libertad relativa (pero grandiosa) los invito a librar la buena batalla espiritual.
Posdata: próxima lección… El principio de la vibración.