Las dos mujeres que quizá más conozcan al canciller ruso son Condolezza Rice y Hillary Clinton. Las dos ex secretarias de Estado de Estado Unidos fueron contraparte de un interlocutor que no cede un ápice en el enfoque de la “intransigente política exterior rusa”, y que las tuvo al borde de un ataque de nervios en más de una ocasión. No en vano se le apoda el ministro No. Este es Serguéi Lavrov, el hombre que habla con Nicolás Maduro en el Kremlin. Vladimir Putin parece haber delegado las comunicaciones de “la cuestión venezolana” en las manos de este diplomático de 68 años, que lleva 15 al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia.
Respetado por unos, temido por otros, ante Serguéi Lavrov no se puede ser indiferente. Con una vida en la diplomacia, ha sido testigo y protagonista en casi todos los conflictos mundiales con una competencia y habilidad diplomáticas de las que nadie duda. Fuera de la mesa de negociación la intransigencia da paso al hombre de mundo con finos trajes, corbatas de seda, whisky y bellas mujeres alrededor que llena el escenario cuando entra a cualquier reunión con su notable estatura y algunos gestos desmesurados, al decir de la periodista sueca Svenska Dagbladet, que bien le conoce. Los contrastes también se marcan porque el dandy que habla inglés y francés a la perfección -además de cingalés-- solo lo hace en ruso durante las reuniones oficiales. Por principio.
En la biografía oficial de Lavrov consta que nació el 21 de marzo de 1950 y es de nacionalidad rusa. Su padre era un armenio de Tbilisi, pero él mismo aclara: “En realidad tengo raíces georgianas, pues mi padre era de Tbilisi, pero mi sangre es armenia”. El armenio comenzó a escribir poesía cuando era un estudiante y devoraba El guardián entre el centeno, del norteamericano J. D. Salingery y El maestro y Margarita del ruso Mijaíl Bulgákov y era, como ahora el alma de la fiesta con el canto y la guitarra, y practicaba deportes que nunca ha dejado como rafting, fútbol, ski alpino, pesca submarina. Eran también épocas de concentración en el estudio de las culturas orientales en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú, donde se graduó en 1972.
Su primer trabajo en el servicio diplomático, recién graduado fue en Sri Lanka, un trampolín para llegar a las Naciones Unidas por 15 años. En esos tres lustros conoció de primera mano los conflictos de Yugoslavia, Irak, Oriente Medio, Afganistán, y la lucha contra el terrorismo. La lista es tan interminable como azaroso ha sido el devenir del mundo. Lavrov tuvo que lidiar con los norteamericanos en cuestiones relativas a la defensa antimisiles y la democracia en Rusia; firmar acuerdos sobre la frontera más extensa del mundo, entre China y Rusia; encargarse del ‘dosier nuclear’ iraní, justificar ante el mundo la operación militar rusa contra Georgia que estuvo a punto de hacer estallar un grave conflicto con Estados Unidos. Y siempre al frente de fortalecer la posición rusa en Oriente Medio. Su celo en proteger los intereses exteriores rusos ha hecho que le apoden “la diplomacia del bulldozer”.
Su carácter firme es la comidilla de anécdotas que han recogido las revistas rusas, como aquella que en el 2008 The Daily Telegraph afirmó que tras un rifirrafe telefónico con su colega británico Davis Miliband, le costó trabajo encontrar una sola frase susceptible de ser publicada. Algo de eso ha estado presente en las dilatadas negociaciones sobre la iniciativa de paz Siria, y más recientemente en la respuesta a las demandas de que Rusia renunciara a Crimea.
Los últimos conflictos en la agenda tienen en primera línea a Venezuela, donde Rusia tiene intereses tanto geopolíticos como económicos. Serguéi Lavrov no tendrá otro libreto distinto al de Vladimir Putin. Y éste, como señalan los expertos, se sostiene sobre lo que queda del sistema Yalta-Potsdam de relaciones internacionales porque, Rusia como sucesora de la URSS, ha heredado ese sistema. Percibe la soberanía nacional como la base de este derecho y sus intereses comienzan por evitar que se efectúen intervenciones unilaterales sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, donde Moscú tiene derecho a veto.
Lavrov sigue esa línea a rajatabla. La semana pasada habló telefónicamente sobre Venezuela con su colega estadounidense Mike Pompeo a petición de este y "advirtió contra cualquier injerencia en los asuntos internos de Venezuela, incluido el uso de la fuerza con el que Washington amenaza, en violación del derecho internacional".
Unos días antes, a raíz de la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente interino (esta vez Putin llamó personalmente a Maduro) Levrov había hecho pública una postura en favor de el diálogo como única solución a la crisis venezolana.
En la medida en que avanza esa crisis, entra en juego no solo el pulso político con Estados Unidos sino el futuro de los préstamos y las inversiones rusas en Venezuela. La fidelidad a la alianza que viene desde la época de Hugo Chávez puede tener un alto precio en caso de que Nicolás Maduro abandone el poder. Hace poco el presidente de Venezuela fue a Rusia en busca de dinero y crédito ofreciendo a cambio las joyas petroleras de la corona en la Franja del Orinoco. A través de la estatal Rosneft, la mayor empresa de energía rusa, Moscú adquirió parte de la propiedad de varios campos: Petromonagas (40 %), Petromiranda (32 %), Petroperijá (40 %), Boquerón (26,6 %), Petrovictoria (40 %) y Junín 6 (más del 30 %). Hace poco más de un año, Venezuela, en medio de la asfixia, le otorgó licencia para explotar el 100 % de dos campos gasíferos, Mejillones y Patao.
La ansiedad de Moscú es evidente. Es el segundo prestamista de Venezuela después de Pekín con USD 4.000 millones de los cuales reestructuró reciente mente USD3.150 millones. La posibilidad de que Caracas no pueda pagarlos, ni tampoco los USD6.000 millones que le debe PDVSA ha hecho que el propio director ejecutivo de Rosneft, y reconocido aliado del presidente Vladimir Putin, Igor Sechin, haya viajado directamente a Caracas para ordenar los negocios.
La congelación de USD 7.000 millones de los activos de PDVSA en Estados Unidos y los ingresos que se produzcan por la venta de petróleo afectan a Maduro. Y directamente a Rusia. Porque PDVSA le entregó en garantía a Rosneft el 49,9 % de Citgo Petroleum a cambio de un préstamo por USD 1.500 millones. Bajo los términos de ese acuerdo, Moscú podría confiscar su parte de la refinería venezolana -cuya sede central está en Texas- en caso de un incumplimiento de deuda por parte de PDVSA . Ahora no está claro qué pasará con esa garantía puesta en Citgo.
Los rusos no suelen jugar a pérdida. Estos temas, de seguro, pesan en las cuentas de Putin y el canciller ruso que tiene la comunicación con Maduro. De él puede estar dependiendo ahora, el margen en el estrecho cerco diplomático que enfrenta.