Me dicen unos amigos de la Picota que los días en las cárceles cambian de nombre sin dirigirse a ningún sitio. Que no te puedes alejar del sanitario más de dos metros. Que a veces tienes que compartir el inodoro con un violador enfermo de sida. He visto en las películas que cuando en una celda hay dos presos, uno tiene que estar en la litera mientras que el otro duerme en el piso. A veces me pregunto cómo lo lleva Rafael Uribe Noguera.
Me pregunto si se ve a sí mismo en los días de vino y rosas, si se recuerda aún como el arquitecto que fue, el petimetre que se hacía la ropa a medida, en las mejores tiendas, con las mejores telas, si se evoca en los restaurantes más sofisticados del mundo —Bogotá, París, Nueva York—, si sueña con el gesto de desplegar sobre sus muslos las servilletas de hilo, si escucha todavía el plop del corcho al salir de las botellas de vino que costaban tres veces el salario mínimo de un colombiano. Me lo imagino con un radio y leyendo un libro, esperando la llamada de un familiar o la visita de su abogado. La última ventana al mundo exterior. Con el toque vulgar del recién llegado, aunque con la osadía del que ya no está dispuesto a marcharse. ¿Se preguntará cuándo perdió la conciencia del delito?, ¿cuándo alcanzó la convicción de que la clase social a la que había accedido le protegía de todo?
Pues sí, él perteneció a la clase alta bogotana. Y no hablo de los que estudian en los Andes y viven en estrato seis, en ese vivo hasta yo. Me refiero a los que tienen plata de verdad, a los que desde los 13 años se van de paseo a Miami porque sí y rumbean con los hijos del presidente de turno. A los que son “amiguis” de toda la vida. Rafael era de ellos, deshacía el marisco como ellos, viajaba a Europa, Asia, Norteamérica y esquiaba sobre la misma nieve que ellos. Me pregunto si le vendrán a la cabeza, como relámpagos de una película de terror, imágenes de sí mismo rondando el barrio Bosque Calderón, secuestrando a Yuliana Andrea Samboní, violándola y matándola, aspirando cocaína mientras sus hermanos trataban desesperadamente de salvarle el pellejo.
Puedo imaginarme su maldad, su desesperación. Pobre desgraciado.