¿Será que nunca abren la escuela, vecina?

¿Será que nunca abren la escuela, vecina?

Una sentida reflexión sobre la educación en Colombia

Por: Giovanny Oliveros P.
febrero 09, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
¿Será que nunca abren la escuela, vecina?

“Hoy miro al cielo, con los pies en el suelo porque ser humano es lo que sueño ser, con mis manos yo lo alcanzaré” (Ramazzotti y otros).

I

Hace poco leía, en la página web de El Espectador, un artículo de Julián de Zubiría titulado ¿A qué escuela volveremos? Allí el maestro reitera una idea que ya había expuesto en otra columna suya en la que recordaba al gran Estanislao Zuleta y sus reflexiones sobre la educación: “Lo que se enseña en la escuela, en general, no sirve en la vida y lo que uno necesita en la vida, en general, no se lo enseñaron en ella”. Deberíamos todos volcarnos hacia la pregunta... con la esperanza de que aquellas palabras sobre la pertinencia no sigan siendo la respuesta.

Es bien sabido desde hace años (reconocerlo así parece empeorarlo) que nuestro sistema educativo, en general, se ha enfocado en la mera “transmisión progresiva” de teorías, abstracciones y relatos miopes sobre el mundo, todo en forma de archipiélago para que los estudiantes salten de un banco de arena a otro según lo diga una tabla siniestra de distribución del tiempo. Algunos saltan con fluidez y los ojos vendados; otros son lanzados con violencia entre islotes; algunos se quedan más tiempo del determinado en una misma playa, avizorando la nada con la esperanza (o sin ella) de que algún barco los rescate; pocos juegan en las olas; la mayoría le teme al agua. ¿Cómo les ayudamos a todos a darse cuenta del potencial ilusorio de la realidad académica, de modo que, de pronto, tomen una canoa o la improvisen, y al igual que Jim Carrey en el famoso drama, naveguen hasta el límite de la escenografía y decidan salir, superar a Truman? ¿O que agiten el océano, se sumerjan, se agarren de las patas de las gaviotas y amasen nubes para darles nuevas formas? ¿Acaso tenemos miedo los demás actores del sistema? ¿Se nos puede salir más de las manos?

Son demasiadas preguntas (aquí nos quedamos cortos) y solo podemos esperar que cada día sean más. Sin embargo, tenemos a la mano algunos elementos que nos pueden ayudar a encontrar caminos y luces (están lejos de ser “respuestas”):

- Reflexionar colectivamente y en profundidad sobre cada uno de Los 4 pilares de la educación (Delors, 1996, en un informe presentado ante la Unesco):

- Aprender a ser: invitación clave al libre desarrollo de la personalidad, sin miedos, a la exploración de los talentos, la imaginación y la creatividad para expresarse y construirse.

- Aprender a vivir juntos: propiciar la sana convivencia, la apropiación de la alteridad, más allá de vanas competencias; crear comunidad y comunicación.

- Aprender a hacer, a transformar el mundo, a tomar las teorías o ideas y darles aplicación práctica, encontrar su verdadera utilidad o evidencias en la vida.

- Aprender a conocer (no solo a saber), a acercarse al mundo y apropiarlo. Aquí vale la pena agregar la idea de “aprender a aprender” (Kaye; Bruner; o Novack y Gowin, 1988; como sospechosos), no solo en tanto autorregulación, sino también como la capacidad de caminar entre fuentes, recursos e informaciones y poder decidir qué tomar, cómo y por qué hacerlo.

Todos estos pilares podrían enmarcarse en el famoso aforismo griego “conócete a ti mismo”, pues la invitación a los estudiantes, y a todos los miembros de la comunidad educativa, es a la autoexploración y autoconciencia, a saber cómo aprendo, qué quiero, qué me gusta y cuál es la relación con mi entorno y con los demás, a ser honesto conmigo mismo antes de pretender entender al otro o al montón absurdo de abstracciones que inundan la escuela.

¿Ambicioso? Vale, una pregunta más.

- Ser más empáticos, tantos los docentes como los directivos, docentes y demás, con los estudiantes; pensar de verdad en sus miedos y angustias. Buscar más formas de ser ejemplo y compañía verdadera para ellos, de mostrarles que el proceso de enseñanza-aprendizaje es algo de todos, no solo de quienes “están en la carrera”, sino que también participan “los adultos”, los graduados o no, el tendero, las tías, en fin; y que, por otro lado, el hecho de estudiar no te hace mejor o peor que otro, pues nunca se conoce ni la mitad del mundo del prójimo; pero puede abrir el mundo de mil formas, la mayoría insospechadas incluso para la escuela; (pero esta es otra discusión, sobre todo cuando se trate de pensar en que algún político mediocre pretenda humillar a otros con un “estudien, vagos”).

Que en las familias se lea para que los hijos lo hagan (sí, se ha dicho tanto esto; pero vale la pena insistir).

Que los profes escriban y sus estudiantes los vean hacerlo, o lean sus producciones.

Preguntarse si, cuando un niño se queja de las tareas, es porque de verdad está frustrado o aburrido (lo cual es una alerta). Aquí miremos uno de esos ejemplos virales a los que, lamentablemente, solo se les suele ver desde lo jocoso.

¿Hemos dejado en los estudiantes toda la responsabilidad del aprendizaje?

- Siempre orientar la búsqueda de puntos medios, el “¿cómo lo harías tu?” en lugar de que alguno de los interlocutores se imponga sobre el otro. Dejar a un lado la “competencia” tan inculcada en la escuela: mejor, mirar al otro como oportunidad de aprender y construir, tenga o no tenga cartones en su haber. Que podamos conversar con el opositor, sin que los posibles apasionamientos nos cieguen o nos hagan dañar la posible armonía. Aprender a ser buenos perdedores, reconocer si el otro ganó en buena ley y por sus méritos.

- Reflexionar más sobre el momento y el contexto, sobre las coordenadas de tiempo y espacio en las que se da el suceso educativo. Por ejemplo, ¿hemos “aprovechado” realmente las coyunturas o incluso la cotidianidad misma de nuestras comunidades para enfocar el ejercicio pedagógico? ¿Cuánto protagonismo tuvo la reflexión sobre la pandemia, la salud pública, la desigualdad, en fin, en nuestras puestas en escena curriculares en 2020?

- Determinar a conciencia cuáles son los elementos transversales, que deben trascender el mero estatus de “materia”; así mismo, depurar a conciencia el currículo y, entre otras cosas, eliminar o al menos replantear algunas áreas: por ejemplo, ¿no resulta excluyente o discriminatorio, además de limitante para el libre desarrollo del pensamiento y la personalidad, seguir enseñando “religión” alrededor de un único dogma? Por otro lado, oportunidades como lectura, escritura, pueden ejercitarse en todos los campos de conocimiento (para que, entre otras cosas, muchos profesores que no son de español se preocupen más por escribir bien; y que —escuchen mi risa— algunos niños no se sorprendan o incluso quejen cuando uno de aquellos hace correcciones ortográficas).

En este punto, y retomando lo de la transversalidad, vale la pena traer a colación una cita sobre cierta “disciplina” que debe ser, más bien, una actitud: “La ética no se aprende, porque ella es la que enseña; la ética es primero, porque es consustancial al origen de cualquier cosa. Pero hoy en día, ante lo mal portados y tramposos que resultan todos, en los colegios y universidades ya quieren dar clases de ética: eso es un despropósito y la más ramplona falta de ética. La ética no puede ser el aprendizaje, la repetición y la imitación de una serie de poses, frases, sonrisas que se supone que son muy buenas y que por lo tanto hay que utilizar cuando a uno lo estén viendo. La sociedad de la inteligencia, la del siglo XXI, no puede tener ética porque su misma inteligencia le impide tener profundidades y por ende conocer sus tradiciones y sus orígenes y su cultura. Como no podía ser de otro modo, coloca una ética artificial, puesta desde el exterior y por encima, como se ponen los adornos mal puestos, como mera barnizada de la cáscara a ver si con eso da el charolazo y tiene la apariencia para poder venderse”. (“Lo que se siente pensar”. Pablo Fernández, 2011)

- Estar siempre dudando de lo que se sabe, de las metodologías que se aplican en el aula; de la propia “autoridad” como profesor. Motivar la retroalimentación sincera de parte de los escolares. Jugar con las posibilidades de transformación.

Que los niños, así mismo, aprendan a dudar de sus profesores, pero sin perderles la fe (y que estos últimos transmitan la confianza necesaria para ello).

Que los profes se rían más, que sean más amigos y menos tiranos del saber, que estén más dispuestos a escuchar y encontrar en las voces de los estudiantes nuevas perspectivas e incluso valoren, aprecien las transgresiones.

- Nunca subestimar a los estudiantes y siempre mostrarles respeto (a veces pasa que algunos profes no son conscientes de ello). Digo esto porque me vienen a la mente dos sucesos, uno de los cuales es solo la muestra de todo un fenómeno:

- Docentes que ven en ciertos niños algo para “domar” (sí, fue el verbo usado). No agrego nada, que cada cual imagine lo que puede significar, lo que hay en la cabeza de ese profesional.

- Otros que envían, cuando deben, cualquier cosa, por “salir del paso” (guías mal diseñadas o con excesivos problemas de gramática; incluso, con tal nivel de plagio e inconsciencia que pueden poner a un curso a trabajar en torno a un personaje histórico de otro país, sobre el cual nunca han escuchado, nada tiene que ver con ellos, pero tiene un nombre parecido a otro que sí, un tal “Camilo”).

Cuento con que seamos, en realidad, una mayoría los profes que tenemos fe en los estudiantes. Debemos contagiar a los pocos que no, o invitarles a que encuentren la forma de no seguir haciendo el daño.

Seguramente, solo estoy “recapitulando”, dirán muchos.

Vale, ¿y si lo dejamos en forma de pregunta?

II

Semanas antes del artículo del maestro De Zubiría, encontré uno, más antiguo (aquí mismo, en Las2orillas), del educador Ignacio Garnica, titulado ¿Por qué los niños no saben nada de Gabo? Sin pretender resumirlo, diré que el autor retoma el hecho de que cierto medio de comunicación (RCN) se acercó a la I. E. D. Gabriel García Márquez (Las Violetas, Usme) para preguntar a sus estudiantes, por sorpresa, acerca del Nobel; los inquiridos no supieron dar razón; en redes sociales y otros espacios empiezan los reproches... en fin. Garnica expresa su lamento por la mala práctica y amarillismo (no con estas palabras) del canal y el hecho de que hayan saltado tantas personas a juzgar sin piedad a los escolares (incluso, entre las mismas repuestas al texto en el portal, hay párrafos llenos de odio, segregación, poses eruditas —pretensiosas— que resultan humillantes, estigmatización contra el sur, en fin).

Me uno al profe Garnica en la defensa de los muchachos... pero mejor invito a leer el artículo para que nos entiendan (o no).

Entre tantos comentarios al artículo, es posible hallar demasiados que parecen evangelizar sobre lo mínimo que se debe saber sobre el idioma, la literatura, la historia de Colombia, esto o aquello. Entonces, y volviendo a la manía de las preguntas... ¿no deberían los mínimos de la educación ser emocionales en lugar de teóricos? ¿Desde cuándo todos nos sentimos con el derecho de adoctrinar como si nuestras pocas verdades fueran inamovibles y bastaran? ¿Estamos siempre dispuestos a “tirar la primera piedra” como si al hacerlo, al condenar al otro, nos sintiéramos más justos? (Vale, esto, como todo, es para discusiones más amplias, pero ¡qué vivan las preguntas!)

Alguien anotaba, incluso, que los entrevistados “merecen que los humillen” por no tener cierto “mínimo de cultura”. Curiosamente, su intervención presentaba diversos errores ortográficos; por lo cual me pregunto si él no incluye la escritura correcta en ese mínimo que refiere... ¿y por eso merecería la humillación?

Podríamos soñar con un día en que no armaremos un escándalo hipócrita si alguien no ha leído X libro o no sabe el himno nacional (OJO, no aplica para Altos Dignatarios que no saben “querer”), sino por cosas de mayor trascendencia en la construcción social, como que una persona, por ejemplo, reaccione de forma desmedida o agresiva cuando bien podría haberlo evitado: quizá con una mejor gestión de nuestras emociones y cultivo de la empatía y fraternidad, un día elementos como la policía dejarán de ser una opción (que actualmente es no porque en realidad represente el bien o la justicia, sino como recordatorio de que todo puede ser peor...).

¿Soñador? Vale, una más.

¿Y dónde queda la reflexión sobre la responsabilidad del sistema educativo? ¡Pues está por aquí, todo el tiempo! Solo que no quiero seguir —suponiendo una paráfrasis de Fito— lloviendo sobremojado.

Solo agregaré que, si seguimos con la parcialización y simplificación, sobre todo en el ámbito escolar, estaremos desconociendo el resto del mundo interno de nuestra gente. “Estaríamos mucho mejor si hubiese más gente que comprendiera que los sistemas simples no poseen necesariamente propiedades dinámicas simples” (Fractales y otros. La aventura de la complejidad. Martínez y otros, 2017).

Epílogo 1

Invito, de repente, a ampliar la pregunta del maestro De Zubiría, pues no solo se trata de la institución escolar...

Algunos pensadores nos hacen detenernos frente a un: ¿a qué mundo volveremos?, ¿con qué perspectiva de complejidad lo veremos desde ahora?

Epílogo 2

El presente texto aludía (quizá de forma un tanto atrevida, aunque con conciencia de causa) a la educación en Colombia en general, no solo a la pública: hago esta precisión para que ninguna Paloma oportunista salga a ofrecer “bonos” para desviar la atención del problema; y ninguna fuera de sus Cabal(es) nos haga la invitación “estudien, vagos” sin conciencia semántica ni social.

Bueno, solo por si en uno de tantos mundos soy leído por algún agente “uberrimista”.

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