Mi gran amigo Cabeto Duque, el mejor creativo de turismo del mundo, nos deleitaba en una de esas fiestaveladas que hacemos los colombianos con las historias vividas en sus recorridos, palmo a palmo, de nuestra geografía.
Contaba Cabeto un cuento que la casualidad improvisó hace seis años y que parece como si lo hubieran mandado a hacer para los momentos de ansiedad por los que atravesamos.
Resulta que un buen día llegó a Yopal para reunirse con un grupo de empresarios con miras a concebir lo que podría ser abrir la belleza deslumbrante que Casanare guarda para el mundo. Tenían una cita, a eso de las once de la mañana, en un restaurante que quedaba en el centro de la ciudad. La idea era almorzar y seguir derecho hasta que la luna los obligara a pasar del trabajo a la genialidad artística del Cholo Valderrama.
El avión aterrizó a las diez de la mañana, hora y media retrasado, como no es de extrañarnos a los que tenemos que viajar en la gran aerolínea que todos conocemos. A esas alturas, ya el atafago había comenzado a subirle a la cabeza; quienes conocemos a Cabeto sabemos que es un tipo muy cumplido y que quedar mal lo descompone.
Se bajó del avión, con su morral azul mugre de siempre al hombro, y comenzó a caminar como con patines, pensando en que tan pronto se subiera al taxi haría la llamada para avisarles que tardaría un cuartico de hora en llegarles. Pero, tal como lo profetizaba nuestro querido Pambelé: “En cualquier momento puede ocurrir cualquier cosa”. Tanto así que apenas tocó la acera del aeropuerto se enteró, por una pancarta tan inmensa que le tapaba la llanura, de que ese día estaban en plena huelga de taxistas y que además habían bloqueado las vías que comunican al aeropuerto con la ciudad.
Lo primero que atinó, cuenta Cabeto, fue a respirar profundo un par de veces con el fin de conjurar un infarto. Acto seguido, leyó la consigna anhelando desesperadamente darle algún argumento de consuelo social a su desconcierto. La pancarta inolvidable decía: “Los taxistas de Yopal piden queso piden pal... pal desayuno, pal almuerzo y pal pasajero que nos llegue a visitar”.
La verdad, el mensaje no lo conmovió tanto como para justificar el riesgo de perder una cita que había tejido con tanto esfuerzo. No obstante, le pareció sensato que los taxistas pelearan su derecho a desayunar, a almorzar y a querer ser buenos anfitriones.
—¿Qué hago, entonces?, se preguntó Cabeto. Y en uno de esos alardes que a veces saltan en los aventureros como él, se respondió:
—Si yo me he recorrido este país al sol y al trueno, si una noche me atravesé el Nevado del Ruiz en calzoncillos y sin zapatos, si una tarde que me dejó el avión en Cartagena me fui nadando a San Andrés con equipaje y todo, ¿cómo es que no voy a llegar a pie hasta el centro de Yopal?
Y cuenta que arrancó.
En el punto de bloqueo lo dejaron pasar sin mayor problema. Evidentemente no era taxista ni tenía facha de policía.
Había caminado unas cuatro cuadras por las calles de un barrio muy humilde cuando el cielo se desfondó. Comenzó a caer uno de esos chubascos que caen en los Llanos Orientales y que son la prueba reina de que los llaneros tienen algo de anfibios. No tuvo de otra que correr como pudo hasta la primera esquina adonde encontró una tiendita escuálida que le sirvió de refugio.
La tiendita, típica. Unos anaqueles destartalados y famélicos. Eso sí, con una que otra Pony Malta, un par de botellas de aguardiente y Ron Viejo de Caldas para vender por tinteros, un rinconcito con laticas de salchichas Zenú y una paquita de cigarrillos revueltos entre President, Pielroja y un montón de marcas nuevas que no conoce nadie pero que todo el mundo compra. Y en toda la mitad, el viejo tendero.
Cabeto lo describía con genialidad, con un sinnúmero de rasgos que le parecía a uno estarlo viendo. Recuerdo dos que me llamaron la atención. Que tenía unos ojos hundidos pero sin ojeras que no sabía uno si mostraban algo de sueño o algo de ensoñación, y que por la tersura de la piel de su rostro y el amarillento de sus canas ralas, Cabeto solo pudo calcular que tenía entre cincuenta y cinco y ciento cinco años.
Solamente estaban los dos en la tienda y el tiempo pasaba. A los quince minutos, Cabeto le pidió una Pony Malta. Se la tomó sorbo a sorbo y seguía diluviando.
No se sabe cuánto tiempo más pasó hasta que Cabeto no halló más que acercase a la puerta y mirar al cielo.
Cuenta Cabeto que no se le ocurrió más que romper el silencio diciendo primero cualquier cosa. En ese momento volteó a mirar al viejo y le preguntó mientras suspiraba:
—Señor, será que escampa?
El viejo, sin más gesto que subir las cejas para ayudarle a los párpados, le respondió:
—Hmm! pues siempre ha escampao.