¿Será Camilo Romero la ficha del cambio en el ajedrez de los verdes?

¿Será Camilo Romero la ficha del cambio en el ajedrez de los verdes?

Uno de los precandidatos con mayor acogida puede que tenga pergaminos para ser presidenciable en 2022, pero con todo, puede que él piense que no es el momento.

Por: Fredy Alexánder Chaverra Colorado
octubre 17, 2021
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¿Será Camilo Romero la ficha del cambio en el ajedrez de los verdes?
Foto: Twitter @CamiloRomero

El exgobernador Camillo Romero continua en el partidor de aspirantes a la Casa de Nariño. Al margen de la Coalición de la Esperanza o las ternas del Partido Verde, Romero se ha dedicado a visitar las principales ciudades del país con la única intención de escuchar a la ciudadanía. Así sea el precandidato verde con mayor reconocimiento, siga echando mano de estrategias creativas para posicionar su perfil en la política nacional, y entre algunos de sus copartidarios sea considerado como un “rebelde con causa”, la realidad es que a Romero no lo trasnocha la idea de ser presidente en el 2022.

Su única obsesión se fija en dos advertencias que ha venido repitiendo incansablemente desde que salió de la Gobernación: no podemos permitir que en el 2022 nos pase lo mismo del 2018; y, la unidad de los sectores alternativos es la clave para derrotar el uribismo en primera vuelta.

El 2022 como un espejo del 2018

Algunos creerían que Romero exagera y que resulta inviable que se repita el escenario electoral del 2018. No es para menos. El uribismo se encuentra en su punto más bajo, pues debe cargar con el lastre de un gobierno fallido, la creciente impopularidad del caudillo y la mala imagen de un presidente incapaz; sin embargo, no se puede pasar por alto que el uribismo tan solo es un componente en el complejo entramado de poder que representa la derecha; solo es una carta en el juego de naipes del establishment y la clase política tradicional, tal vez fue la carta maestra en la contienda del  2018, pero su desgaste no se arrastra a la totalidad de la derecha y su entronización histórica en una país socialmente conservador.

En la clásica mentalidad conservadora del colombiano de a pie, el que vota religiosamente y no digiere sesudos análisis políticos, se siguen desplegando un conjunto de dispositivos que refuerzan patrones de aptitud; es decir, posiciones contrarias a la legalización de las drogas (o el cambio en la lógica de la fallida guerra contra las drogas) o el aborto, la garantía de derechos a las minorías sexuales, la eutanasia o disociar la religión del ejercicio de la política (según una reciente encuesta, solo el 1 % de los consultados estaría dispuesta a votar por un presidente ateo), posiciones que invariablemente movilizan electores bajo incentivos ideales (la opinión es clave en una elección presidencial).

Son la mayoría de colombianos que se dejan seducir por las sirenas del populismo punitivo (en la misma medición el 90% de los consultados se manifestó a favor de la cadena perpetua para violadores de menores); quienes ven con reserva el avance y protagonismo de ciertas minorías; quienes entienden el discurso campechano de Uribe y no comprenden dos de tres palabras de lo dicho por Alejandro Gaviria.

La decadencia del uribismo no entierra o lleva al cementerio a la derecha o a la clase política tradicional, es claro que en los circuitos electorales andinos la mentalidad conservadora es constitutiva del relacionamiento social y ahí reside el capital social de la derecha, hoy más que nunca desde ese sector se ve al uribismo como “valor agregado” (centavo para ajustar el peso), y no será el núcleo de su reacomodación para reinterpretar electoralmente esa mentalidad conservadora. Son los múltiples rostros del poder. No es descabellado creer que en el 2022 ese poder continuará y su rostro no será el del uribismo.

La unidad como única alternativa

También resulta importante aclarar que la convergencia de todos los sectores alternativos, con sus matices e intensidades, resulta estratégica para lograr varias cosas: derrotar al uribismo, darle una bofetada a la clase política eternizada en el Congreso (el mismo que aprobó la reforma tributaria) y destrabar el país de narrativas bastante anacrónicas. Es decir, se debe trazar un objetivo común más ambicioso y que trascienda del caudillo del ubérrimo. De fondo, implica la oportunidad de construir un nuevo clima social. Sin excluir de tajo aquella arraigada mentalidad conservadora, pero generando las condiciones para propiciar transiciones más generacionales que políticas.

Y aunque no soy ajeno a las heridas que dejó el 2018, el eterno reproche a las ballenas, la escalada de confrontaciones entre Claudia López y Petro, estoy convencido de que la oportunidad es inédita y estamos a tiempo para atajar el reacomodo de la derecha; además, una victoria en primera vuelta dotaría de mucha legitimidad una visión de cambio y le enviaría un poderoso mensaje al Congreso (si vuelve a quedar en manos de la clase política tradicional) y a los actores armados (pensando en eventuales escenarios de diálogos o de paz completa).

Por eso, la consulta de cambio que propone Romero, como una posibilidad de construcción colectiva más allá de las heridas abiertas, es ante todo un llamado a la sencillez y a la sensatez. Y lo hace un hombre sin los afanes por abrogarse con el poder o sometido al imperativo de “es en esta o no será” (como lo piensan Petro y Fajardo).  ¿Por qué no intentarlo?

Una cuestión de mecánica

En plata blanca, la consulta del cambio implicaría que el centro y la izquierda se midan en la consulta interpartidistas del 13 de marzo, sin esperar hasta la primera vuelta como lo ha teorizado en su limitada visión la ilustre Juanita Goebertus, a la usanza, la arquitecta de la Coalición de la Esperanza. De esa forma, se llegaría a la primera vuelta con un candidato revestido de una impresionante legitimidad democrática y que gozaría de los apoyos suficientes para ganar y así evitar un balotaje que oxigene la derecha.

Sin duda, es un escenario ideal, una síntesis donde convergerían el mandato de la consulta anticorrupción; el 21N; el Paro Nacional; la esperanza de una generación que se movilizó; el deseo de cambio de una sociedad hastiada del uribismo y su andamiaje de corrupción.

Para lograrlo se debe comprender que el futuro del país va más allá de la obsesión por derrotar a un desgastado caudillo latifundista, entender que el poder de la clase política tradicional y corrupta tiene múltiples rostros, que la segunda vuelta no garantiza la entrada automática del centro y la izquierda (no hay que desestimar la instrumentalización de esa mentalidad conservadora).
Si perdemos esta oportunidad, nos estaremos condenando a cuatro años más de horrible noche.

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