Lo deprimente para todos aquellos que detestamos a los veganos militantes es que se está convirtiendo en una tendencia mundial. Se estima que, cada semana y como si de una plaga se tratase, una de cada cien personas se adhiere al vegetarianismo. Los resultados ya se hacen ver: para el año 2030 habrán más de tres millones de personas en el mundo con más de 100 años. No fumar, ni comer carne ha hecho que la expectativa de vida se dispare. Eso nos ha hecho más sanos pero también más brutos.
La lucha antitaurina,
vomitar en los asados o ir de peregrinaje a la India
son suficientes méritos para considerarse inteligentes, cosmopolitas y de vanguardia
La mayoría de vegetarianos que conozco tienen una cosa en común: su desprecio absoluto hacia el arte. El ayuno constante al que se ven sometidos los sumerge en un letargo propicio para la meditación trascendental pero nocivo para la lectura. Al sentirse superiores a los demás ven la literatura y el cine como algo superfluo y mundano; lo único que importa para ellos es complacer a los viejos e imaginarios dioses de doce brazos. Esa repulsión que tienen hacia el arte no es impedimento para que se proclamen intelectuales bienpensantes. Actividades como la lucha antitaurina, vomitar en los asados o ir de peregrinaje a la India son suficientes méritos para considerarse inteligentes, cosmopolitas y de vanguardia.
Comer carne todos los días es asegurarse de por vida una digestión imposible. Un churrasco es un placer que entre más se espacie más se disfruta. En cambio uno puede ser perfectamente feliz y sano almorzando una ensalada de pollo o una sopa de pescado cada día. Si el asunto del vegetarianismo se tratase sólo de la búsqueda de la salud perfecta, bastaría con seguir una dieta así. Lo que atrae a los veganos es el cuento místico, la promesa de un Dios verdadero. Incapaces de ser cínicos, siguiendo con solemnidad la última estupidez que escribió el maharishi de turno, el veganismo es el último refugio del idiota. Al beber la clorofila de la savia, el universo se abre de lleno para el vegano. Nada está vedado para su tercer ojo. Es por eso que a nosotros nos miran con piedad, superioridad y ternura como si fuéramos tristes cavernícolas que no hemos podido dejar atrás los asados, los libros y el alcohol.
Quien lo creyera, los veganos, al convertirse en secta, empiezan a ser tan peligrosos como fueron los hipócritas cristianos que destruyeron el Imperio Romano. Su fundamentalismo se extiende prefigurando una nueva Edad Media. Que no los sobrecoja sus buenas maneras, su aparente tolerancia, su amor hacia las avispitas que revolotean en los rosedales. Detrás de su candor y su vocecita dulce se esconde el orgullo devorador del que se cree dueño de la verdad. Están en todas partes proclamando la gloria de comer hamburguesas de brócoli y chorizos de carbe, esparciendo su odio hacia el progreso, cazando brujas comedoras de osobuco, invitándonos, con una pistola en la sien, a entrar a su paraíso hindú lleno de piojos, mendigos, calles polvorientas y vacas sagradas.