Ser un machito
Opinión

Ser un machito

La última novela de Laura Restrepo es un libro de texto sobre el peligro de no frenar a tiempo la potencial bestialidad del macho

Por:
junio 12, 2018
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Santiago frenó bruscamente. Un frenazo así -en su viejo Land Rover azul cerúleo modelo 70- era tan estrepitoso como caerse de una cama tibia. Al notar mi mirada de reproche, se disculpó conmigo, y señaló con la palma de su mano abierta -a manera de excusa- una escena llamativa. Dos hombres estaban enfrascados en una pelea de gritos pendiente -por poco- del puño inicial. El primero, conductor de un breve automóvil familiar gris -parqueado en plena avenida con la puerta del conductor abierta de par en par- le hacía al otro, un hombre de overol sintético blanco y de incómodas botas pantaneras amarillas, una pregunta difícil, incluso filosófica: ¿qué va a hacer? El otro -que lo miraba con desafío desde una distancia prudente-  sorprendido, asumo, por la complejidad de la respuesta, decidió entonces contestar haciendo la misma pregunta: ¿qué va a hacer usted?, le dijo. Ante la ausencia fatal de un verdadero diálogo, el hombre de overol lanzó un puño tímido que no alcanzó al otro, quien en un gesto casi reflejo, y retirando su quijada con precaución, extendió su brazo en búsqueda de una mejilla cristiana deseosa de un golpe. Después de varios intentos (más teatrales que pugnaces) ninguno de los dos logró asestar un verdadero impacto en el otro. Una multitud de carros los rodeaba y debido a la flaqueza del espectáculo muchos empezaron a pitar y dejaron de grabar en sus teléfonos. El breve hombre, con la frente empapada en falso sudor, regresó al breve automóvil, con la caliente convicción de haber ganado la ridícula batalla. El cosmonauta blanco de botas amarillas, una vez guarecido en su furgoneta, tomó su celular y marcó el teléfono de su novia Elvira. Como había sucedido toda la mañana, ella no le contestó.

En mi caso, la última novela de la escritora colombiana Laura Restrepo, Los Divinos (Alfaguara, 2018), recomendada por dos lectores amigos y agotada en varias librerías, requirió de cierto tiempo para ser comprendida en su verdadera dimensión: un libro de texto sobre el peligro de no frenar a tiempo la potencial bestialidad del macho. Los primeros capítulos del libro reflejan -de forma incuestionable pero dolorosamente cercana- la gestación del aristocrático criminal que estrujó las conciencias del país con el asesinato, tortura y violación de una niña de siete años a quien raptó de un barrio marginado. Un ser tan bajo, que ni siquiera merece repetir su nombre. No obstante, la astucia de la escritura -y la virtud del libro- radica en convertir a ese monstruo en un habitante más de nuestra sociedad, un vecino ruidoso y excesivo, un compañero de colegio figurita, matón y celebridad, un amigo efervescente, tirano y manoseador, pero por encima de todo, un macho que no pudo dejar de ser macho y que buscó ocultarse en una sociedad cómplice que vitorea y aplaude esas apariencias.

 

 

Mientras la sociedad de nuestros días siga defendiendo,
practicando y enseñando la figura del macho como ejemplo a seguir,
continuaremos siendo testigos de crímenes atroces

 

 

Ser un macho podría definirse de forma invertida por algunos de sus más recurrentes antónimos: fragilidad, delicadeza sensibilidad, dulzura. Cualidades todas, pérfidamente, otorgadas -con frecuencia- en forma de insulto o condescendencia a las mujeres. Grave error. Sin duda, todas esas cualidades también resultan necesarias para que un hombre, al crecer no se convierta en una bestia en vísperas. Los pabellones lúgubres y pestilentes de las cárceles están llenas de hombres que no pudieron dejar de ser machos. Ese que no pudo controlar la espina de un rechazo y atropelló a su novia enfrente de su casa. Ese que no podía perder ante sus amigos y acólitos y persiguió a esa divertida muchacha -ahora triste para siempre- por el oscuro callejón. Ese que antes de sentirse un fracasado ante su padre -el deformador original- decidió ocultar información a sus clientes y quedarse con su dinero. Esos, todos machos, que si se hubiesen detenido en la venenosa carrera de serlo, no habrían desechado su vida y en este momento gozarían, a sus anchas, del más precioso tesoro: poder ser uno mismo, en todas sus dimensiones o esquinas. Albas y ocasos. Llanto y debilidad.

Pero no es tan fácil, no crean, hay que ser un machito.

Mientras la sociedad de nuestros días -asomo de moderna, asomo de civilizada- siga defendiendo, practicando y enseñando la figura del macho como ejemplo a seguir, continuaremos siendo testigos de crímenes atroces -en el peor de los casos- y presenciaremos -en el más común de ellos- el deprimente espectáculo de hombres que viven a medias, mientras las tormentas de la inseguridad y la frustración arrasan sus entrañas y los empellejan, encorvan y afilan sus colmillos.

Sería ingenuo pensar que el machismo se acabará de un día para otro, pero si de algo sirven las palabras -lacerantes e incómodas- de la escritora Restrepo, es para subrayar de escarlata la necesidad de empezar a determinar a tiempo y con la debida puntería, cuáles son esos estímulos, condicionamientos o tradiciones, que, con su intensidad y permanencia- pueden convertir a un hombre (siendo un niño como en Los Divinos) en un depredador, en una bestia, en una amenaza.

Ya es hora de que las mujeres puedan ser ellas sin temor y de paso, podamos los hombres serlo también. Supongo, ese último, un argumento más convincente para todos, estando acostumbrados a pensar a nuestro favor y en nuestro beneficio todo el tiempo.

@CamiloFidel

 

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