Hace ya unos meses me convertí en migrante. Lejos de las razones que motivaron mi salida, a mis 33 años me encontraba sola frente a lo que consideraba uno de los retos más duros que me ha puesto la vida: empezar de nuevo. Pensaba que teniendo esa edad, una buena experiencia profesional y estudios, las oportunidades no tardarían.
Sin embargo, choqué con una realidad: era mujer y migrante. Siendo mujer, nuestras probabilidades profesionales bajan dramáticamente, porque con 33 años, si tienes hijos supone un problema, y si no los tienes, los puedes tener en cualquier momento. Si lo consigues, el panorama no era el más alentador: lo más probable es que ganara en España alrededor de un 15% menos que un hombre que tuviera una cualificación similar a la mía.
Ahí empezamos mal. Si bien hay estudios que demuestran que las mujeres son más productivas que los hombres, los cargos directivos siguen siendo ocupados mayoritariamente por ellos, y aunque parecen existir menores índices de corrupción en las mujeres, éstas siguen sin ocupar un papel relevante en la política.
Este primer problema, es global. Son pocos los países en el mundo que han tomado medidas para reducir esta brecha salarial y promover políticas de igualdad retributiva y participativa; y es que, según la Organización Internacional del Trabajo nos faltan por lo menos unos 70 años para que veamos igualdad salarial, es decir, si nos esforzamos, será un logro para nuestros nietos.
Sin embargo, falta considerar el segundo factor: ser migrante.
Y es que ser migrante no es un camino de rosas. Ser migrante significa para muchos jugar con desventaja. Significa cargar con el estigma de los narcos más allá del café y Shakira. Significa luchar por hacerte un hueco en el mercado. Significa no ser de aquí ni de allá si no tienes papeles. Significa ir tirando con trabajos informales o que están por debajo de tu cualificación mientras lo consigues.
Tengo que reconocer que a mí me fue muy bien, pero en el camino conocí la historia de muchas mujeres a las que migrar les cambio la vida, y no para bien. Por ellas escribo esto.
Conocí a aquellas madres que migraron por darle un mejor futuro a sus hijos y que a través de remesas han podido sostener su familia en su país de origen, a costa de no volverlos a ver, bien sea porque no alcanza el dinero o porque siguen en una situación irregular. Vi en sus lágrimas la frustración del tiempo perdido, de las despedidas inconclusas, de las ganas de volver.
Conocí a aquellas profesionales que terminaron cuidando mayores o niños, en hostelería y otros trabajos poco cualificados, no porque no tengan la capacidad, sino porque no te dan la oportunidad. Vi con dolor tanto talento desperdiciado y un país de origen que no hace nada por ofrecer a sus profesionales mejores oportunidades para retornar. Y es que, a diferencia de Colombia, aquí ser extranjero no es motivo de admiración.
Conocí de aquellas que vinieron engañadas, con promesas falsas de empleo o con falsas promesas de amor. Conocí que cerca del 30% de las mujeres maltratadas en España son migrantes, quienes lejos de su contexto social y familiar y bajo una situación de dependencia legal o económica, no tienen muchas más opciones que las de aguantar. Y eso por hablar del maltrato físico, ni hablar del psicológico, tan duro de superar como difícil de demostrar.
Conocí el drama de otras mujeres migrantes y refugiadas que huyendo de la guerra se enfrentaron a violaciones en el camino, y otras, que deben enfrentar abusos continuados en su condición de vulnerabilidad en el país al que llegan. Conocí que alrededor de 7 de cada 10 mujeres centroamericanas son violadas en su tránsito a Estados Unidos y que desgraciadamente, para las migrantes subsaharianas que vienen a Europa, el drama es similar.
En resumen, conocí de muchos sueños rotos, incluyendo algunos míos, pero reconocí en mí como en todas aquellas mujeres migrantes que conozco, la fuerza para surgir, para luchar, para emprender.
Comprendí la necesidad que tenemos de defender nuestros derechos y de buscar personas que los defiendan por nosotras. Me convencí de la necesidad de que más y más mujeres lleguen a ocupar cargos directivos, cargos públicos, cargos de investigación. De tener líderes sociales, voces que se empiecen a oír.
Estoy convencida que para reivindicar los derechos de la mujer necesitamos una acción más comprometida con la igualdad desde todos los estamentos. La educación, los medios de comunicación, el gobierno, las empresas, los hombres y las mismas mujeres, debemos contribuir por alcanzar esa igualdad, así sea para que la disfruten nuestros nietos.
En conclusión, hoy más que nunca me siento orgullosa de ser mujer, y por ahora, migrante.